Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Ahora que hablan hasta por los codos sobre contrabandistas y han exagerado a niveles quizás desproporcionados su poder, vale la pena recordar que el contrabando ha existido desde tiempos antiguos, desde que se establecieron las primeras leyes y regulaciones comerciales en el mundo.
Siempre ha sido el resultado de una prohibición decretada por quienes gobiernan y una astucia rentable para quienes lo ejercen como modus vivendi. En Colombia, el contrabando ha sido práctica común desde la época colonial, cuando las restricciones impuestas por la Corona española fomentaron el comercio ilícito. Cartagena se nutrió por siglos del contrabando hasta que llegaron los guajiros.
Como siempre, en la historia de la humanidad, en China, en Roma o en Bogotá, fue considerado apenas como una contravención administrativa y solo en épocas de histeria ha sido admitido como un delito penal. Finalmente, las leyes y normas fiscales, como los aranceles, son impuestos para satisfacer necesidades económicas en épocas determinadas, y la moralidad para juzgarlas es laxa.
En Colombia, el contrabando ha sido una fuente de corrupción para quienes ejercen el poder y motivo de normas variables de acuerdo con el criterio proteccionista o de liberalización económica que hayamos vivido. En el siglo XX nos inventamos el puerto libre de San Andrés, donde no se pagaban impuestos de aduana, y logramos, por esa vía, integrar las islas a la patria.
Después toleramos y patrocinamos las sucursales de ese libre comercio en los llamados sanandresitos, donde todo lo que se vendía era de contrabando, hasta que se inventaron la POLFA (Policía Fiscal y Aduanera), y el monstruo se desbocó. Se rentabilizaron policías y comerciantes, y comprar mercancías sin pagar los derechos de importación terminó siendo un acto de venganza de los contribuyentes, en donde nadie se sentía culpable.
Finalmente, la víctima es el Estado, y la rebeldía innata perdona la contravención o el delito.