Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Desde cuando se crearon los parlamentos, llámenseles Duma, Cortes o Congreso, siempre han existido los canjes de votos entre el legislativo y el ejecutivo. En los libros de historia sobre el Senado romano abundan las anécdotas y procedimientos al respecto.
Los dizque siempre impolutos gringos han contado, en cine y en novela, en libros de historia y en reseñas periodísticas, la manera como el patriarca Lincoln pudo comprar a los congresistas y apertrecharse para ganar la guerra.
En Colombia no hemos sido ajenos a esos procedimientos, aunque sí ingeniosos en bautizarlos con nuevos nombres cada tanto. Así hemos pasado de auxilios parlamentarios a cifras repartidoras, para esconder eufemísticamente el mismo vicio de las democracias y poder conseguir la mayoría de votos en la aprobación de las leyes, llámense como se las presente.
Algunas veces son las leyes de presupuesto, vitales para el funcionamiento del Estado, o simples caprichos leninistas, como los que ha querido verter Petro sobre la estructura política y económica del país para impulsar un pretendido cambio.
Algunas veces, empero, como está pasando por estos días, se les va la mano y la garosidad no solo hace mella en la opinión pública, sino que conlleva el peligro de pasar la línea roja de la honradez.
Lo que acaba de oficializar la Corte Suprema, en relación con el manejo de los fondos de la Unidad de Riesgos con los que se compró la voluntad de algunos parlamentarios —encabezados por los presidentes de Cámara y Senado—, ha sobrepasado con creces ese límite hasta donde se toleraba el canje y, como cuando se eleva una cometa, la pita se les está enredando.
Y como a nadie le pueden sacar de la cabeza que los ministros y funcionarios de alto rango metidos en el enredo actuaron respaldados por la voluntad del jefe supremo, lo que pudo haber sido una acción repetida por siglos ha terminado convertida en una navaja de degüello que cortará cabezas.
