Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
El 5 de octubre de 1993, allanaron las casas de las familias Ladino Ramírez y Molina Solarte en la vereda El Bosque de Riofrío. Encerraron a todos sus miembros, les hicieron vestir prendas militares y, después, masacraron a los 13 habitantes.
La más significativa de las víctimas era «La Gregoriana», quien gozaba de ser una de las intermediarias en la tierra del milagroso médico venezolano José Gregorio Hernández y, como tal, operaba a los enfermos el tercer miércoles de cada mes.
Esa misma noche, el coronel Becerra salió a declarar con aire imperial en los noticieros de televisión que, en seguimiento de la operación “Destructor”, las tropas del nefasto Batallón Palacé —sembrador de sangre y atropellos a lo largo de la historia vallecaucana— se habían enfrentado a un reducto del ELN y dado de baja a los 13 supuestos bandidos.
Años después, la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz realizó un detallado informe sobre tan miserable crimen, que también fue llevado a la Justicia Penal Militar. Luego de condenar a los oficiales del Batallón Palacé, la sentencia fue anulada por alguna instancia y se perdió en las gavetas del olvido y la impunidad.
A La Gregoriana la reclamaron en Medicina Legal sus agradecidos seguidores, enfurecidos porque sabían muy bien que ella no era guerrillera y solo curaba con la invocación al médico venezolano.
Por estos días, cuando el Papa agonizante ha elevado a la categoría de santo al médico José Gregorio Hernández y lo glorifica, he vuelto a recordar a Carmen Ladino, «La Gregoriana», y he pensado si, en homenaje a lo que los del Palacé hicieron con ella y con quién sabe cuántos más en muchos otros lugares del occidente colombiano, el nuevo ministro de Defensa decretará, por fin, la desaparición del nefasto batallón y lo reemplazará por un cuerpo militar que lleve el nombre de Batallón Gregoriano.
Solo así se haría verdadera justicia y se borraría el estigma que lo arropa.