V Domingo de Cuaresma
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
Anthony de Mello cuenta la historia de un sacerdote que estaba harto de una beata que todos los días venía a contarle las revelaciones que Dios le hacía de modo personal. Según ella, entraba en comunicación directa con el cielo y recibía mensaje tras mensaje. Y el cura, para desenmascarar a la mujer le dijo un día:
“Mira, la próxima vez que veas a Dios dile que, para que me convenza de que es Él quien te habla, te diga cuáles son mis pecados, esos que yo solamente conozco”.
Con eso, pensó el cura, la mujer se callaría para siempre. Pero a los pocos días la mujer estaba de vuelta.
“¿Hablaste con Dios?”
“Sí.”
“¿Y te dijo mis pecados?”
“Me dijo que no me los podía decir porque los ha olvidado.”
Con lo que el pobre cura nunca supo si realmente la mujer recibía esos mensajes divinos. Pero supo que la teología de aquella mujer era buena y profunda: porque la verdad es que Dios no solo perdona los pecados de los hombres, sino que, una vez perdonados, los olvida. Es decir: los perdona del todo.
Luego de escuchar la historia, nos vienen las preguntas: ¿Dios conoce mis pecados? ¿Cuándo me he confesado, fueron perdonados de verdad? Al final de la historia humana, cuando el Señor venga a juzgar a vivos y muertos, ¿verá mi vida de pecado y me juzgará según lo que haya hecho o dejado de hacer?
Vayamos a la revelación que nos regala la liturgia. El capítulo 8 del evangelio de Juan sobre la mujer sorprendida en adulterio, dicen los estudiosos de la Biblia, que no es un texto de la pluma del apóstol Juan, pues en los manuscritos más antiguos de este evangelio no aparece. Verá la luz hasta el siglo V en un manuscrito, seguramente incorporado por algún hagiógrafo, pero la teología y el estilo sí es profundamente joánico. Ahora bien, según el simbolismo, ¿qué nos dice el pasaje?
Estamos en la fiesta de los Tabernáculos, y estando en el Templo, le llevan a una mujer atrapada en adulterio, y le recuerdan a Jesús lo que Moisés enseñó sobre esta falta, según el libro de Deuteronomio 22 (23ss) y Levítico 20 (10ss), en los que se señala que la pena por ese pecado era la muerte de ambos pecadores; curiosamente del varón no se dice nada, solo de la mujer. Quieren ver si el Maestro cambia la venerada Ley de Moisés, pero, en lugar de opinar, Jesús no dice nada, se concreta a escribir en el suelo. Ese gesto de Jesús ha hecho que se escriban ríos de tinta, dando interpretaciones diversas. De entre todas ellas, hay dos que llaman la atención:
- Algunos dicen que se trata de una alusión al libro de Jeremías, según el cual, los nombres de los que abandonan a Dios serán escritos en la tierra (Jer 17,13).
- La segunda interpretación dice que la Ley fue escrita sobre tablas de piedra por la mano de Dios en tiempo de Moisés (Dt 9,10); pero ahora Jesús escribe la suya, ya no sobre piedra, como ley inamovible, sino que puede rehacerse, de hecho, a la mujer la invita a no pecar más.
Es como si dijera que la Ley del Evangelio está hecha para el hombre terreno y frágil: la nueva alianza está bajo la ley de la misericordia, por lo que Dios no viene a condenar, sino a levantar; Él se abaja para que el hombre sea ensalzado, como en el lavatorio de los pies.
Pero muchos somos como los fariseos, que cuando nos vamos a confesar acusamos a los otros, describiendo en detalle sus faltas, y tomando para nosotros el papel de víctimas. Tal como los personajes del evangelio, que descubrieron a la pobre mujer en una falta grave, el adulterio, pero no les interesó que ella cambiara, sino que querían eliminarla, ¡en nombre de Dios! La lección es clara en el evangelio: Dios mismo no quiere condenar a nadie ni castigarlo, sino que cambie y viva. Nosotros, por el contrario, tenemos por ley que el pecador sea juzgado y, si Dios lo permite, que lo castigue y pague sus ofensas. Pero existe la otra parte de la historia, y que olvidamos con muchísima frecuencia; Jesús advierte: el que esté sin pecado, que le tire la primera piedra (Jn 8,1-11). Y añade sarcásticamente san Juan que se fueron escabullendo uno a uno, «empezando por los más viejos».
Los primeros en necesitar el perdón por las faltas somos nosotros, y antes de ver en los demás los pecados, habría que ver los propios y pedir perdón a Dios y a los demás también.
Además, cabría añadir una idea que es necesaria en el camino de la reconciliación: Dios: «perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden». La justicia en términos bíblicos no es aquella por la que Dios castiga a los pecadores, sino en que nosotros nos descubramos también pecadores ante Dios, de modo que entendamos que frente a Él no hay hombre justo, sino hijos pecadores. En un segundo momento, su justicia se vuelve misericordia cuando el pecador vuelve a Él pidiendo una segunda oportunidad.
En el Salmo 102 dice:
«Dios perdona todas tus faltas… y te colma de gracia y de ternura»
«El Señor es compasivo y misericordioso…»
«Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros pecados…»
A fin de cuentas, al perdonar amando, lo único que hacemos es imitar al mismo Cristo quien nos dio su último mandamiento ya en vísperas de su entrega en la cruz: “Un mandamiento nuevo os doy —dice el Señor— que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
Estoy convencido de que cuando Jesús pronunció esas palabras del Evangelio (Jn 8,1-11), giraba la historia de la humanidad —al menos en esperanza— hacia la primera, la única gran revolución que conoce o podría llegar a conocer el mundo. Una revolución que se iniciaba en el corazón de cada hombre que, a imagen del mismo Señor Jesús, se atreve a perdonar.
Sí, perdonar es una de las más altas funciones del cristiano, pues debe ser imitador de Dios. Pero, debo añadir que no se trata de algo fuera de este mundo. En un cristiano verdadero, lo que sale con naturalidad de su alma deberá ser siempre el perdón. La venganza solo puede salir de lo que tenemos de más bajo. Claro que nos cuesta trabajo olvidar lo que nos han hecho, eso solamente lo puede hacer Dios. Pero sí podemos ver al otro como persona necesitada de misericordia.
Insisto, sé que perdonar a otros es muchas veces difícil. Tan difícil como perdonarse a uno mismo. Hay demasiada gente que vive amargada contra sí misma, que no se perdona sus errores y fracasos y que convierte este resentimiento en agresividad hacia los demás. La verdad es que pasarse la vida dando vueltas a los propios errores es señal de refinadísimo orgullo. Quien, por el contrario, se acepta serenamente a sí mismo, quien a la vez sabe exigirse y sonreír ante su propio espejo, ya está bien preparado para perdonar a los demás.
Porque, a fin de cuentas, perdonar es siempre consecuencia lógica de comprender. Graham Greene decía que “si conociéramos el último porqué de las cosas, tendríamos compasión hasta de las estrellas”. Quien hace un esfuerzo por comprender al ofensor casi no necesita perdonarle, porque realmente no llega a ser ofendido. Marañón dijo una frase que ojalá esculpiéramos en la memoria: “El que es generoso no suele tener necesidad de perdonar, porque está siempre dispuesto a comprenderlo todo y es inaccesible a la ofensa”. Exacto: el generoso es casi inaccesible a las ofensas. Puede alguien tratar de hacerle daño, pero la ofensa no llega a él. No se siente ofendido, porque es más rápido en perdonar que el ofensor en ofender.
En las cosas que nos pasan todos los días, hay que procurar distinguir el pecado del pecador. Entendamos: el pecado, sea cual sea, nunca deberá ser aceptado ni disminuido —el mal siempre será mal—. Pero nunca lo confundamos con el pecador. En los casos que escucho de personas en los cuales el pecado está irremediablemente confundido con el que lo cometió, les digo: “Así que lo que usted desea es que a esta persona le caiga en este momento un rayo y se vaya con visa inmediata al mismito infierno”. Siempre me responden con sorpresa: “¡No, de ninguna manera quiero eso!”. El problema está en que, si no distinguimos, la persona que nos ofendió se irá convirtiendo en el malo de la historia y, con el paso del tiempo, desearemos que desaparezca del mapa.
Por desgracia, hay ciertas heridas que nos siguen doliendo por años y años, no porque sean muy profundas, sino porque nosotros las hemos alimentado en la memoria. Hay quienes se gozan manteniendo las heridas abiertas. Y eso no es otra cosa que el resentimiento.
Y no hay cosa más terrible que ver a esas personas tristes, esclavas de sus viejos rencores. En lugar de dedicarse a vivir, parece que su oficio es recordar, y recordar solamente lo malo que les han hecho y acusar sin cesar. No se dan cuenta que con ello se autocondenan ellos mismos a la tristeza… y sufren doblemente.
Decía Miguel de Unamuno que “hay que olvidar para vivir: hay que hacer hueco para lo venidero”. Efectivamente, el alma es pequeña, y si la vamos llenando de rencores, nunca podrá salir de ella un acto de amor.
Por eso es por lo que Dios perdona, porque Él es amor; Él es solamente misericordia y don, y el don que nos hace en Cristo justamente es para perdonarnos y para que nos perdonemos. Dice San Pablo que, por Cristo, Dios ha derrumbado el muro que nos separaba: el odio.
Cuando Lope de Vega, el genio del Siglo de Oro español, llegaba a sus últimos años de vida, no pudo menos que darse cuenta de que, como el hijo pródigo, se había alejado de Dios dejándose llevar por los placeres. Se preguntó por qué Jesús nos perdona y nos ama tanto. Y esa pregunta la plasmó en un verso:
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
Es cierto. ¿Qué has visto en mí, Señor? ¿Por qué me perdonas siempre? ¿Por qué me diste la vida, si sabías que te ofendería tanto? No tenemos respuestas, sino solamente la del amor que no podemos medir ni tasar, pero sí devolver con agradecimiento.
En este quinto domingo de Cuaresma, nos acercamos a Dios pidiéndole perdón por todos nuestros pecados, pero no sin el firme reconocimiento de que la oración del Padre Nuestro no es vana, y que las palabras que decimos: “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, son tan sagradas para Dios como lo son para nosotros al decirlas.
Bendito perdón que nos recrea; maravilloso poder sentir la gracia de la misericordia de Dios por el sacramento de la confesión. Lorenzo Gomis quiso reflejar esta maravilla comparando a la Iglesia, que tiene el poder del perdón, con una empresa de lavado. Detrás de la imagen, quedan plasmadas grandes verdades:
Aquí se lava todo, todo queda borrado,
la mancha y el zurcido, el crimen y el pecado.
Aquí se lava todo. Empresa de lavado
abierta el año treinta por un ajusticiado.
Era un hombre del pueblo, carpintero de oficio.
No llevaba corona, ni espada, ni cilicio.
A los hombres piadosos les sacaba de quicio.
Comía con los malos. No tenía otro vicio.
Predicó por los pueblos algo más de dos años.
Hablaba de la siembra, de pesca, de rebaños.
Curaba al paralítico que rondaba los baños;
echaba los demonios, veía sus engaños.
Era Dios en persona y murió como un hombre.
Se levantó de nuevo —que ninguno se asombre—
y a uno de sus amigos, Pedro de sobrenombre,
le encargó que lavara, que lavara en su nombre.