“Pinturita” no merece ni la antioqueñidad ni la presidencia

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Por: Juan José Gómez

Durante décadas, en los rincones de Antioquia la Grande se repetía con orgullo una frase que hoy merece ser rescatada: “Ser antioqueño es un honor que cuesta”. Aunque algunos la tildaban de soberbia, en realidad evocaba las dificultades que enfrentaban los habitantes de esta tierra montañosa y arisca, especialmente en el valle de Aburrá, cercado por cerros imponentes y aislado por caminos precarios. Ser antioqueño implicaba esfuerzo, tenacidad y dignidad.

Con el tiempo, la minería, la agricultura, la inmigración y luego la industrialización, el comercio y los servicios fueron abriendo camino al progreso. Mucho se le debe al visitador real Juan Antonio Mon y Velarde, a quien con justicia se le ha llamado El Regenerador de Antioquia. Gracias a sus reformas, se sembraron las bases de una región laboriosa, visionaria y orgullosa de su identidad.

Hoy, en pleno siglo XXI, cuando el antiguo territorio se ha fraccionado en departamentos como Caldas, Risaralda, Quindío y zonas del Tolima y Valle del Cauca, agrupados bajo el nombre de “Eje Cafetero”, sigue vigente aquella afirmación: ser antioqueño cuesta. Cuesta en trabajo, en responsabilidad, en compromiso con el bien común. Cuesta en dignidad.

Por eso, resulta intolerable que un personaje como el exalcalde de Medellín, conocido por el remoquete de “Pinturita”, pretenda ahora aspirar a la presidencia de la República. Su paso por la alcaldía fue un desastre: promesas falsas, especialmente dirigidas a los jóvenes; una gestión marcada por la improvisación, el desprecio por la institucionalidad, la incapacidad para escoger colaboradores idóneos y una ambición desmedida por el poder y el dinero. Su desprecio por la verdad y por el interés público no puede ser borrado por una nueva campaña de maquillaje político.

Este individuo, que ha transitado por varias orillas ideológicas —del “tomatismo” al conservadurismo, y luego a un populismo rojo desteñido— representa lo peor del oportunismo político. Su cinismo es tal que, tras haber dejado a Medellín en ruinas, ahora pretende gobernar a todo el país. Y lo hace con alianzas cuestionables, promesas recicladas y una narrativa que insulta la inteligencia de los colombianos.

Algunos dirán que, después del pésimo gobierno de Gustavo Petro, cualquier otro podría aspirar a la Casa de Nariño. Pero no. Colombia no puede seguir eligiendo gobernantes por descarte o resignación. Mucho menos si se trata de alguien que convirtió a Medellín en un laboratorio de improvisación y desinstitucionalización, y que ahora amenaza con replicar ese modelo a escala nacional.

Los antioqueños —y especialmente los medellinenses— deben reaccionar. No por orgullo regional, sino por responsabilidad histórica. Porque ser antioqueño sigue siendo un honor que cuesta. Y ese honor exige rechazar, por todas las vías constitucionales y legales, a quienes han traicionado los valores de esta tierra.

La Patria no puede permitirse otro experimento fallido. Y Antioquia no puede permitir que su nombre sea usado como trampolín por quienes no lo merecen.

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