Miguel Uribe Turbay no murió… lo asesinaron.
No fue un accidente, no fue un destino inevitable: fue el resultado de un atentado contra su vida, de una bala que no solo perforó su cabeza, sino también la confianza de un país en su democracia.
Su muerte, dos meses después de luchar por sobrevivir, marca un capítulo oscuro que Colombia conoce demasiado bien. Un precandidato presidencial asesinado en plena precampaña no es solo una tragedia personal: es un atentado directo contra millones de colombianos que tenían derecho a escuchar sus ideas, a compararlas y a decidir en las urnas.
Pero lo de Miguel Uribe no es un hecho aislado. Es parte de una dolorosa y vergonzosa tradición latinoamericana: la de silenciar a quienes amenazan el poder establecido o incomodan a intereses oscuros. Una lista macabra que parece no tener fin.
En este contexto, preocupa aún más el tono hostil y confrontativo que ha caracterizado al presidente Gustavo Petro en sus discursos y en su relación con la oposición. La política, en lugar de ser un espacio para el debate de ideas, se ha contaminado con un lenguaje incendiario que no construye puentes, sino trincheras. Y en un país con heridas abiertas por la violencia política, cada palabra dicha desde el poder tiene el peso —y el riesgo— de convertirse en gasolina para quienes ya están dispuestos a encender la mecha.
En Colombia, la memoria sangra con nombres como Jorge Eliécer Gaitán (1948), Jaime Pardo Leal (1987), Luis Carlos Galán (1989), Carlos Pizarro (1990) y Bernardo Jaramillo Ossa (1990). Todos líderes con proyectos distintos, pero unidos por un mismo destino: la muerte violenta antes de llegar a las urnas.
La tragedia se extiende más allá de nuestras fronteras. En 1994, México lloró a Luis Donaldo Colosio, asesinado en Lomas Taurinas; en 2023, Ecuador perdió a Fernando Villavicencio, periodista y candidato que denunció la corrupción y al crimen organizado.
Hoy, 2025, sumamos el nombre de Miguel Uribe Turbay a esa lista maldita. Y con él, una nueva oportunidad perdida para demostrar que en este continente es posible hacer política sin que la sangre manche las campañas.
La pregunta es inevitable: ¿cuántos más?
¿Cuántos líderes deberán caer para que quienes gobiernan garanticen que la democracia no se juegue a punta de balas? ¿Cuántas veces tendremos que ver funerales en lugar de debates?
Si un candidato no puede caminar por las calles sin blindaje, ¿qué esperanza le queda a un ciudadano común? Si las ideas se responden con tiros y no con argumentos, ¿podemos seguir llamándonos democracias?
Miguel Uribe no murió… lo asesinaron. Y cada vez que eso ocurre, no solo muere un hombre: se hiere a un país entero.