Solemnidad Jesucristo Rey del Universo
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
La Solemnidad de Cristo Rey, con la cual damos fin al año litúrgico, es una celebración de creación reciente y con un fin muy claro: contemplar a aquel que es la fuente de todo y hacia quien tiende todo: Jesucristo el Señor. El Papa Pío XI la instituyó y quiso que se celebrara el último domingo de octubre, previo a la fiesta de todos los Santos. Pero, poco después, con la reforma litúrgica, se trasladó al último domingo del tiempo ordinario, para cerrar el ciclo litúrgico, antes de dar inicio al tiempo de Adviento. El Papa, al escribir su Encíclica “Quas Primas”, tenía en mente no solamente el aniversario del Concilio de Nicea
(325) que declaraba al Hijo consubstancial al Padre, sino también debido al materialismo del mundo y el ambiente de violencia e incertidumbre que imperaba en esos años, luego de la terrible I Guerra Mundial, quiso que los hombres retornaran su mirada hacia el verdadero Rey de la Paz, Jesucristo. Al parecer su voz no fue escuchada, pues solamente unos años después daría inicio la Segunda Guerra mundial, en la que fuimos testigos de los más atroces crímenes.
¿De qué hablaba el Papa? El punto central, y siguiendo la revelación y la tradición nos recordaba que, por Jesús crucificado y por su resurrección, participamos ya en “el reino de la luz”, como señalaba San Pablo. El apóstol señala: “Porque Dios quiso que en Cristo habitara toda plenitud y por Él quiso reconciliar consigo todas las cosas, del cielo y de la tierra, y darles la paz por medio de su sangre, derramada en la cruz” (cf. Col 1, 12-20).
Pero, debemos recordar que el reino de Cristo no es un Reino como el humano, donde la prepotencia, el vasallaje y la violencia se ejercen para mantener el poder; en donde las ideologías deshumanizantes buscan ser impuestas sobre la gente. El Reino de Cristo es diferente porque su fundamento es también diferente; recordemos cómo responde Jesús a Pilato: “mi Reino no es de este mundo… mi Reino no es de aquí” (cfr. Jn 18, 33-37). Sin embargo, nos da la impresión de que el hombre moderno quiere borrar todo vestigio de Dios y de su Reino.
Con la aparición de la ciencia y su método, se fue marginando la realidad a lo solamente verificable. Si antes el mundo y su realidad tenía su explicación en un Dios creador y providente, ahora, se elimina a Dios de la ecuación y se señalaba que lo único que era real y verdadero era el hombre y la naturaleza. Fuerbach, Marx y Nietzche buscaron exaltar al hombre sobre toda la realidad y quitar a Dios como sentido y meta de la humanidad. La realidad y el hombre se convirtieron en absolutos, buscando utopías terrenas: la sociedad sin clases y un mundo sin Dios fue el proyecto utópico del siglo XX.
El Prometeo nacido en la modernidad creyó que la utopía dejaría de serlo para convertirse en realidad, pero, ¿realmente sucedió? Por supuesto que no, el paraíso humanista se convirtió en infierno. Más bien hemos sido testigos en estos tiempos de las cosas más atroces hacia el hombre mismo y hacia la naturaleza. Prometeo derivó en Narciso y Telémaco y, citando los mismos personajes míticos, el Ícaro posmoderno quiso subir tanto
a las alturas celestes, que terminó derritiendo sus alas que, descubrió, eran de cera, cayendo al abismo de la nada. Ese proceso lo descubrió Pío XI y quiso advertir que el hombre terminaría por destruirse si no volvía a colocar a Dios en su lugar, que es el corazón del hombre; idea que San Agustín había señalado siglos antes al afirmar que Dios es el “intimeor meo”.
Ahora bien, ¿por qué la importancia de celebrar esta fiesta en estos tiempos? El Papa Pío XI señalaba con firme convicción: “Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad”.
Yo pensaba que si en el tiempo de Pío XI se vivía una “peste” terrible, ¿qué no diría hoy, cuando vivimos en un clima de violencia social imparable, de prepotencia de los políticos y poderosos, de injusticia social y pobreza de millones, de una amenaza de una tercera guerra, de falsas leyes para imponer ciertas “libertades” por las que se quiere legalizar el aborto, la eutanasia, la agenda de la ideología de género, el matrimonio igualitario, a que los niños elijan el sexo que desean tener, etc. Eso es lo que el “reino de este mundo” quiere imponer hoy al hombre, y que es una verdadera “peste”, como califica el Papa. El Padre Olegario González de Cardenal dice que “Dios habrá desaparecido del ámbito social definitivamente cuando prevalezcan los verdugos sobre las víctimas, los poderosos sobre los débiles, el rico sobre el pobre, el rey sobre la viuda y el huérfano”, y nosotros podemos añadir, que cuando la mentira y lo absurdo lo llamemos verdad y realidad; cuando al amor lo llamemos biología o cuando la muerte del inocente la veamos con naturalidad y sin clamar justicia, entonces sí, Dios habrá desaparecido de la conciencia de los hombres; y no falta mucho.
Aunque es una encíclica escrita hace 100 años, en 1925, son proféticas las palabras del Papa Pío XI, pues describe la situación de nuestro mundo, que ha quitado a Dios de su corazón:
“Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad…”.
Si queremos contrarrestar esta “peste”, hay que empezar a colocar a Cristo en el centro de la propia vida, de la familia y de la sociedad.
Por eso, al mostrarnos la Liturgia a Cristo como Rey, pero a la vez como el Crucificado, lo hace para no quitar todo lo inaudito y provocativo que tiene nuestra fe en Cristo y su Reino. El mundo actual sigue pensando que el poder verdadero se ejerce solamente desde el dominio, pero la revelación nos muestra lo opuesto: la realeza de Dios se manifiesta en el amor generoso, en la reconciliación y la búsqueda de la verdad, en dejar a Dios ser Dios, para que reine en la mente y en los corazones de los hombres.
Sabemos que es justamente cuando Cristo camina hacia la Cruz, que es cuando revela su realeza y su misión. De hecho, Juan contrasta los poderes, divino y terreno, en la escena del evangelio: Pilato es el poder terreno que oprime, los fariseos y escribas, simbolizan al poder religioso, pero como una religión formal sin Dios, y Cristo, como revelación del poder humilde de Dios que, desde el amor misericordioso expresado en la cruz, ha vencido al mundo y sus fuerzas destructoras. Pero ningún poder de este mundo lo descubren, en especial aquellos que se quedan con el mal en el corazón. Los descubren solamente los que, humildemente, aspiran por el Reino de Cristo: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí” (cf. Lc, 23, 35-43), decía el Buen Ladrón que reconoce en un instante a su Señor en la Cruz.
Cada hombre y mujer debe optar entre esos dos caminos, sabiendo que el de Jesús es el de la cruz, que es el camino del amor, de la justicia y la paz. El otro camino ya lo hemos visto, es el de la muerte y del odio.
Si colocamos a Cristo Rey al centro de la vida y el trabajo diario en su Nombre, las cosas irán cambiando para bien, pues su Reino se irá haciendo visible en el corazón, en las familias y en nuestra sociedad enferma por la “peste” del secularismo. El Papa Pío XI expresa cómo debe ser el camino del Reinado de Jesús, diciendo:
“Es, pues, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios (Rom 6, 13), deben servir para la interna santificación del alma”.
En 2008 apareció una película inglesa para televisión con un título tan sugerente que me atrapó desde que empecé a verla, y me dejó pensando sobre el tema por días. El título es “Juicio a Dios” (God on Trial), dirigida por Andy de Emmony con un guión de la pluma de Frank Cottrell-Boyce. En la película vemos a un grupo bastante heterogéneo de prisioneros judíos en Auschwitz, que morirán en las cámaras de gas. Esta un juez, un médico, un rabino, un abogado, un tendero, y otros más. Expresan que no entienden por qué les pasa eso, pues Dios había prometido estar con su pueblo, así que, ¿por qué permite que su pueblo sufra y muera? ¿Será que rompió su alianza? ¿Será que Dios está ausente? En la barraca forman un jurado, con juez, fiscal y defensor y se inicia el juicio a un Dios que creen es indiferente, castigador o ausente. El juicio es contra Dios, pero se queda uno pensando que es más bien el hombre el que debe ser juzgado, pues el holocausto es obra humana, no divina. Pero, además, los judíos en la película se sorprenden ante el aparente silencio de Dios. Yo pensaba que no es verdad, Dios sí habló y nos dio su Palabra y la humanidad la quiso matar; nos dio a su hijo y nuestro hermano, y lo colgamos en la cruz. Cuando el apóstol pregunta a Jesús sobre Dios Padre, Cristo le responde que Él es la manifestación y la respuesta de Dios: “Quien me ve a mí, ve al Padre”, y en otra parte: “nadie va al Padre si no es por mí”. La modernidad quiso destruir a Dios y ha terminado por destruir todo lo bueno, justo y bello de la creación y de la humanidad. Vivimos todavía en una etapa autodestructiva y solamente volviendo a Dios Padre por Jesucristo, es que el hombre podrá retomar el sendero de la salvación. Debemos aceptar su reinado o el hombre perecerá.
Caminemos con la certeza de que el amor resucitador y salvador es Cristo y su Reino, que vence la maldad del pecado; debemos pedir un reinado que venza nuestras tristezas y nos abra la esperanza; el Prefacio de este día dice que el Reino de Cristo es un “Reino de la verdad y de la vida, Reino de la santidad y de la gracia, Reino de la justicia, del amor y de la paz”.
En el siglo XI, Juan de Fécamp, un monje benedictino, compuso una oración, que hoy muy bien podríamos ofrecerle al Señor, Cristo Rey, para ir optando por su Reino:
Dame, Señor, una fe recta y pura, Una fe apostólica y católica,
Una fe siempre victoriosa, Una fe muy fervorosa, Una fe valiente
Una fe viva y llena de obras de humildad y caridad
Una fe que no pueda ser vencida
cuando sea necesario dar testimonio
y confirmarla con la rectitud de mi conducta.
Dame un corazón siempre arrepentido, Un corazón sincero,
Un corazón gratuito, Un corazón sobrio, Un corazón manso, Un corazón humilde,
Un corazón lleno de serenidad, Un corazón que sólo te desee a ti, Un corazón siempre vigilante, Un corazón sencillo,
Un corazón compasivo
con los sufrimientos














