Donde está tu tesoro, allí está tu corazón

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XIX Domingo de Tiempo Ordinario

Por: P. Miguel Ángel Ramírez González

Hace tiempo prediqué un Retiro a un grupo de religiosas. Casi por terminar el retiro, les pedí que escribieran una oración en la cual expresaran su más profundo deseo y compromiso ante Dios. Una de ellas escribió lo siguiente oración:

“No permitas, Señor, que colabore con el mal del mundo haciendo sufrir a los que me rodean. Permite que descubra que tengo poco tiempo para poder corregir mi vida y santificarme. Dame tu Espíritu como luz y guía de modo que pueda parecerme a tu Hijo Jesucristo. Amén.”

Cuando le pedí que me explicara su oración, me dijo que una de las cosas que había descubierto en su vida, era la cantidad de daño que se puede hacer al prójimo bajo cualquier pretexto. Dijo entonces: “Es extraño que no nos recuerden después de muertos por infinidad de cosas buenas o santas; más bien, a muchos de nosotros las personas nos recordarán por el mal que hicimos; y muchas veces nuestra muerte o partida se siente como un gran alivio. Además, he descubierto en mis 50 años de vida, que la existencia es muy breve, que apenas vamos aprendiendo a ser prudentes cuando la vida nos es arrancada. Quiero llegar al otro lado sabiendo que no solamente no hice el mal, sino que aproveché mi vida haciendo el bien, construyendo el Reino de Dios”.

Tiene razón la religiosa. Yo me he dicho que si cada día que pasa nos levantáramos con la idea de decirle a Dios: “No permitas que hoy colabore con el mal del mundo”, y nos dedicáramos a hacer obras buenas, pequeñas pero buenas, ya el ambiente en la comunidad o familia sería mejor. Porque el mal del mundo no es algo anónimo, ni una acción que nos obligan a realizar como por una posesión diabólica. El mal nace del corazón del hombre; el mal o el bien tienen su fuente en la voluntad humana que decide o no actuar. El mal es la suma de males fabricados por la suma de seres humanos. Somos los seres humanos los que hemos inventado y creado el hambre en el mundo, las guerras, las drogas, la violencia en las calles, el aborto, quienes envenenamos la atmósfera, somos nosotros los causantes de divisiones y guerras, lo que abandonamos a los niños y los cambiamos por los “perrijos”, somos los seres humanos los que construimos el Reino del Mal.

Tenía razón esa religiosa, no basta no hacer cosas malas o creer no hacerlo, sino que debemos hacer el bien a pesar de nuestras limitaciones, pues Dios no nos pide milagros, sino que hagamos bien las cosas. Debemos abrir los ojos ante un mundo necesitado de cambio y poner nuestro granito de arena con la propia vida. No olvidemos que la violencia y la maldad que vemos hoy día no nacieron de la nada; nacieron de nuestra búsqueda del placer, de la riqueza y del poder. Las obras malas nacieron en el corazón soberbio, autosuficiente y narcisista.

Jesús nos lo dice en el evangelio: Donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Lc 12, 34), y sabemos que el corazón de muchas personas no está realmente en Dios, ni en el bien, muchos menos en actos buenos y justos, sino en todo lo que es perversión o mal. Muchos de nosotros hemos asumido lo que el mundo entero ofrece; somos, decía un autor: “cristianos los domingos e idólatras el resto de la semana”.

La parábola que nos ofrece Jesús es justamente la imagen del hombre insensato, que no sabe o no ha descubierto lo importante que es actuar como se debe. El amo de ese servidor regresará tarde o temprano y, añade Jesús, “dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los encuentra vigilando” (Lc 12, 37).

¿A qué se refiere? Cristo señala que nuestras obras definen no solamente lo que somos en el presente, sino que determinarán nuestro futuro juicio. La predicación de Jesús era insistente en dos puntos: que Dios es amor y misericordia; y que llama siempre a la conversión pues, “hay gran alegría en el cielo por un pecador que se convierte”. Pero la otra cara de la moneda es igualmente grave e importante: que el Dios Amor es también justo juez y pedirá cuentas a cada uno de nosotros, según haya sido en esta vida. Es verdad, pedirá cuentas no solamente de los bienes producidos (dones, cualidades, oportunidades), sino también de nuestro obrar moral, bueno o malo. Afirma el Evangelio: “Al que mucho se le da, se le exigirá mucho, y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más” (Lc 12, 48). Ninguno de nosotros podríamos decir que Dios no ha sido generoso con todos y cada uno, por eso es importante recordar las palabras de la religiosa que les mencionaba: “Permite que descubra que tengo poco tiempo para poder corregir mi vida y santificarme”. La santificación no es otra cosa que optar por el Reino. La santificación es actuar el bien, vivir en la verdad, amar y perdonar al prójimo siempre.

Preguntaban en una entrevista al director de cine italiano, Franco Zeffirelli si siempre había tenido fe:

Nunca he dejado de creer, siento la presencia de Dios -respondió Zeffirelli.

¿Incluso cuando las cosas van mal?, insistió el periodista.

-Especialmente entonces. Dos veces estuve a punto de ser fusilado. Dije a Dios: «Tú me has creado, Tú tienes el poder de destruirme. Antes o después me llamarás a Ti». Y me quedé tranquilo.

-¿Es la fe un don? Atacó de nuevo el reportero.

-Sí, como lo es el amor.

¿Todo es regalo entonces?, preguntó el entrevistador.

-No. El Reino de los Cielos hay que ganárselo. La lucha humana, el sufrimiento, el dolor, la duda siempre estarán. Pero vivimos ceñidos a la presencia de Dios -terminó diciendo Zeffirelli.

Yo afinaría la idea del cineasta italiano. pues el Reino de Dios es también un regalo que nació con la venida de Jesús, pero debemos esforzarnos para construirlo y merecerlo, pues “solamente los esforzados lo alcanzarán”. Abraham, Isaac, Sara, María, todos ellos son modelos de fe y de perseverancia que supieron «caminar» su vida «ceñidos» ante la presencia de Dios (cfr. Heb 11, 1-2. 8-19) pues «Ellos reconocieron que eran peregrinos y extraños en la tierra.»

El misterio de la vida cristiana radica en descubrir que TODO es regalo de Dios, pero que luchamos por conquistar ese todo. Libertad humana y gracia se tocan y entrecruzan a lo largo de la vida, y cada uno deberá responder desde la fe y la confianza en Dios haciendo el bien y evitando el mal. El Bien debemos realizarlo siempre y al mal evitarlo y

desenmascararlo. El hombre de fe acepta a Dios y hace vida el Evangelio para construir el Reino.

El Evangelio es insistente en que aprovechemos el tiempo, la vida, cada instante precioso de existencia. Jesús usa las imágenes de estar en vela”, “estar preparados”; o aquella otra clara explicación: El servidor que, conociendo la voluntad del amo, no haya hecho lo que debía, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, haya hecho algo digno de castigo, recibirá pocos” (Lc 12, 47-48). El hombre es libre y recibirá el juicio de Dios según su capacidad de conciencia y el uso bueno o malo de la libertad.

El cristiano tiene que estar dispuesto a vivir apostándolo todo, como Abraham (cf. Primera lectura). Hay que pedirle a Dios que tenga paciencia de nosotros, recordando aquella otra imagen del Evangelio: “Déjame aún que por este año cave la viña y la abone, a ver si da fruto para el año que viene” (Lc 13, 8-9). Sabemos que mientras estemos vivos obra la misericordia de Dios, pero cuando Él venga obrará su justicia. Hoy su omnipotencia se pone al servicio de la misericordia, “esperando pacientemente” a ver si damos frutos buenos; después de nuestra muerte su omnipotencia estará al servicio de la justicia, dando a cada uno según sus obras de amor.

Dejemos de culpar a los demás de la marcha del mundo; dejemos de mirar la imagen de Cristo esperando que el mundo cambie por arte de magia, y aceptemos que él murió por nuestros pecados y estamos llamados a transformar nuestras vidas por acción de su misericordia y su gracia. Hacerlo se llama santidad, no hacerlo se llama pecado y perdición.

Quiero terminar citando al teólogo de todos los tiempos, a San Pablo:

“Les digo pues, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda que los que tuvieren mujer, vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyeran, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque la apariencia de este mundo pasa” (1 Cor 7, 29-31).

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