Un mundo lleno de Lázaros y Epulones

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XXVI Domingo de Tiempo Ordinario

Por: P. Miguel Ángel Ramírez González

Esta parábola propia de Lucas (Lc 16, 19-31), no siempre ha sido del todo interpretada de forma completa, pues por mucho tiempo se quiso interpretar solamente como una crítica a la riqueza y una opción por los Lazaros del mundo. Sin embargo, la historia posee muchas otras facetas. En el fondo, lo que Jesús siempre criticó fue cualquier tipo de idolatría, pues desplaza a Dios del corazón del hombre y oscurece el rostro del prójimo. Además, el final de la historia afirma que Dios no es indiferente ante nuestras opciones de cara al prójimo, y su juicio depende de cómo amamos en esta vida.

Para empezar, llama la atención que el rico sea un ser anónimo que se define por lo que “tiene”, no por quien “es”: “vestía de púrpura”; que era un manto que solamente usaban los ricos y poderosos, pues su preparación necesitaba de moluscos para teñir el manto. El otro personaje sí tiene nombre, se llama ‘El’azar, Lázaro, que significa: “Dios viene en ayuda”. Ambos comparten la condición humana, ambos saben que serán juzgados por Dios, solamente que uno de ellos lo olvida y se hace “necio”, mientras que el otro, se pone en las manos de Dios.

Podríamos decir, por tanto, que la parábola no versa tanto sobre cuestiones monetarias, cuanto del uso del corazón para el amor o el egoísmo, así como del juicio de Dios ante nuestras opciones.

Jesús no atacaba la riqueza, sino que advertía de lo fácilmente que el hombre la convierte en su ídolo, lo mismo el poder, que seduce y pervierte el corazón humano, o la hipocresía, que aleja de Dios.

Los grandes hombres en la historia de la Iglesia son aquellos que, en un momento, decidieron poner a Dios al centro de sus vidas. Francisco de Asís se casó con la “pobreza” como una opción en contra de su mundo que valoraba solamente los bienes terrenales y se había olvidado de las necesidades de los demás. El mundo medieval donde todos, inclusive la Iglesia jerárquica, tenía su corazón en el ídolo del poder y la riqueza, Francisco se volvió un signo del Evangelio, así como del llamado a reconstruir la Iglesia desde Dios y las bienaventuranzas.

Un día se acercó un hermano lego a pedirle permiso para adquirir el libro de rezos, y de este modo tener la posibilidad de rezar siempre. Pero Francisco, conocedor del corazón humano, le negó el permiso valiéndose de una parábola práctica; fue a la ermita donde había una hoguera apagada, tomó un puño de cenizas y las frotó en la cabeza del pobre fraile diciéndole: “aquí tienes un salterio”, y le explicó al sorprendido hermano: “Cuando tengas el Salterio, ¿qué harás con él? Irás a sentarte en un sillón o en un trono como un gran prelado y le dirás a tu hermano: ‘Tráeme mi Salterio’”. Francisco sabía que, cuando idolatramos las riquezas, terminamos por pasar sobre los demás, el “tener” lleva siempre al deseo de “dominar”. Recordemos que en su tiempo un libro era hecho a mano pues no

había imprenta, por lo que era algo valiosísimo, además de que no todos sabían leer, por lo que, detrás de todo, Francisco no quería que un libro fuera motivo de distinción y de separación entre los hermanos.

Volvamos al Evangelio. En los dos cuadros que nos describe la parábola hay una verticalidad. En el primero, el rico está arriba y Lázaro abajo. En el segundo, las posiciones se han invertido y es el pobre quien está arriba y el rico abajo. Además, entre uno y otro personajes no hay nunca ninguna comunicación. En la primera la falta de comunicación es por el egoísmo de uno, en la segunda es la muerte la que ha roto toda posibilidad de encuentro.

Ni una migaja de pan en la tierra por el egoísmo, ni una gota de agua en el más allá pues se ha hecho el juicio final. La incomunicación egoísta, aquí en la tierra, es juzgada como camino del fracaso definitivo. Al final de la vida no podrá salvarnos el poder o la riqueza, salva el amor al prójimo: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos”, nos dice Jesús en el evangelio de San Juan.

Todo ser humano va decidiendo su destino eterno por el modo del uso que da a su corazón. Todos, niños y viejos debemos amar, sin distinción alguna. Teresa de Calcuta señalaba: “El amor es un fruto que madura en todas las estaciones y que se encuentra al alcance de las manos de todos”. Sin embargo, algunos no SABEN ver al hermano, ni se interesa por el necesitado; escuchaba datos que sorprenden, como, por ejemplo, que Elon Musk posee el equivalente de lo que gana el 52% del pueblo norteamericano, y su presidente se dedica a defender a esa porción pequeña de poderosos de la nación y no al pueblo americano.

De este modo, la parábola, más que alabar la pobreza, denuncia el peligro de la idolatría y del desamor.

Al rico no se le recrimina el ser rico, sino que no sea misericordioso; el no tener corazón para quien yace llagado a su puerta. A Lázaro no se le retribuye por su condición de pobreza, sino por su confianza en Dios. Epulón (adjetivo que se convirtió en nombre) pone su riqueza al servicio de su sensualidad e intemperancia, Lázaro pone su pobreza al servicio de su fe y esperanza.

Jesucristo, por medio de esta parábola, enseña que en la eternidad Dios hará justicia y retribuirá a cada uno según su corazón. Esta enseñanza ha de iluminar también nuestra vida presente, de manera que podemos preguntarnos si hemos amado lo suficiente, pues nos jugamos la eternidad.

Los Lazaros son todos los hermanos que necesitan de nuestro amor, no importa su condición social, pues hay enfermos, ancianos, niños que esperan nuestra respuesta de amor. Y nuestra riqueza no es solamente económica, ya que también la vida, el tiempo, la inteligencia y todos los dones que Dios nos concedió forman parte del don que debemos hacer hacia ellos. Lázaro es como la viuda pobre, que puso dos moneditas de poco valor en

la alcancía del Templo; pobres económicamente, pero ricos a los ojos de Dios. Rafael Matesanz le dedica un poema a la viuda, en donde dice, en una estrofa:

Tengo poco, Señor: el paraíso de ser pobre de bienes y valores y rico en abandono y esperanza.

Ser pobre de bienes y rico en amor y esperanza, es el secreto de la salvación. Recuerdo que, en un recreo escolar en Kindergarten, había un pequeñín que diariamente, antes del juego, abría su lonchera y se sentaba al lado de un amiguito que llevaba un “lunch” raquítico en una bolsita de plástico, debido a que sus papás eran de recursos limitados. Diariamente los veía sentados juntos platicando felices y compartiendo su lunch; ambos niños eran amigos y compartían no solamente la amistad, sino el cariño.

El Padre Marianista José Luis Martínez, resume en un poema este evangelio, que se clava como aguijón en nuestras conciencias:

Cuando Dios, en su justicia, decretó al infierno al rico, también tuvo para el pobre reservado un paraíso.

El Señor hizo justicia:

¡cada cual está en su sitio!

Para llegar hasta Dios, ignora a menudo el rico, que el camino es el hermano y que no hay otro camino;

que «el infierno no es el otro», que el infierno es mi egoísmo.

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