IV Domingo de Pascua
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
Cuando San Juan Escribió el libro del Apocalipsis, quería ver la historia de la Iglesia desde una perspectiva teológica; es como un resumen de la historia humana bajo la luz de Dios, y ¿qué ve?: Dios ha vencido al mal y la muerte, y en medio de esa lucha aparece la Iglesia que ha tenido que caminar en fidelidad martirial, asumiendo el riesgo de la fe y del amor a Cristo. Una Iglesia que en ocasiones se debilita y cae, pero en otros momentos se levanta y da testimonio de seguimiento de Jesús. Y todo tiene como conclusión que la historia humana llegará a su fin, y todos los hombres y mujeres que se sostuvieron en la fe “gozarán” de la presencia de Dios y de los hermanos. Es verdad, el nuevo mundo tendrá por meta que el mal en todas sus formas dejará de existir. Esa es la esperanza; esta es la promesa de Dios en imágenes muy bellas: “ya no sufrirán hambre ni sed, no los quemará el sol ni los agobiará el calor. Porque el Cordero, que está en el trono, será su pastor y los conducirá a las fuentes del agua de la vida y Dios enjugará de sus ojos toda lágrima” (Ap 7, 9.14b-17).
Pero podríamos quedarnos tan extasiados con esa imagen bellísima sobre el final, que olvidamos otra nota de san Juan en su teología: que el gozo de esa vida resucitada YA EMPEZÓ DESDE ESTA VIDA. Por eso es tan difícil aceptar a aquellos cristianos que creen que serlo es vivir angustiados, deprimidos, dándose golpes de pecho y llorando lágrimas por sus pecados. Hay que arrepentirse de los pecados, claro que sí, pero hay que amar mucho la vida que nos tocó y amar a las personas que caminan con nosotros. Aquellos cristianos amargados, son las personas a las que les quedaría aquella acusación terrible que dijera Antonio Machado:
¡Ojos que a la luz se abrieron
un día, después,
ciegos tornan a la tierra,
hartos de mirar sin ver!
De “mirar sin ver”, de existir sin haber vivido, de no haber amado de verdad, sin fe verdadera, sin haber probado, al menos una parte, el don de la existencia y como no aman, se dedican a derramar amargura en la vida de los demás.
En algún lugar leí que en una línea del Talmud dice: “Todos serán llamados por Dios para dar cuenta de los placeres legítimos que no disfrutaron”. ¿Creerían que muchos de nosotros tenemos solamente una capacidad reducida para la diversión, para el gozo, para el humor? Algún demonio pequeño nos obsesiona, debilitando nuestra habilidad para liberarnos de las penas y divertirnos.
Dios nos examinará no solamente por el mal que hicimos, sino por el bien que dejamos de hacer y por las horas que no disfrutaron la vida que nos dio.
Una explicación posible de esta limitación de felicidad la ofrece Ernest Becker en su libro ganador del Premio Pulitzer, “La negación de la muerte”. Becker sostiene que todos nosotros tenemos un profundo temor a morir debido a nuestro deseo de ser inmortales. Aunque también sugiere que tenemos un temor a la vida plena. Como tenemos miedo de aceptar la realidad como es, por lo tanto, nos defendemos reduciendo dicha realidad a un tamaño pequeño y manejable. Desconfiamos de nuestra habilidad para enfrentar a un mundo más grande.
Señala que casi todos nosotros hacemos esto con el dolor y sufrimiento. Siempre que alguien empieza a llorar, decimos por instinto: «No llores». Tememos abrirnos a la marea vasta del sufrimiento humano, porque tememos ahogarnos en éste. Sin embargo, cuando cerramos la puerta a los sufrimientos del mundo, también se la cerramos a sus alegrías. Sólo tenemos una puerta hacia el mundo. La vida debe estar abierta a la alegría buena y sana, y también al dolor purificador y sanador. Leía hace tiempo una anécdota de un niño que en un velorio vio a un anciano llorar desconsolado la partida de su esposa; se acercó el niño al viejo, lo rodeó con sus brazos y se quedó un buen tiempo así, luego lo soltó y regresó con sus papás. “¿Qué le dijiste?” preguntaron los papás al niño. “Nada, lo ayudé a llorar”, respondió el niño.
La alegría ante la vida es una de las notas que demuestran que la persona ha descubierto que en Cristo ahora se es hijo de Dios (“…pues lo somos”, dice Juan en una de sus cartas). Quien se siente hijo de Dios, quien vive ya la liberación que nos regaló Cristo por su Pascua, no puede sino vivir alegre.
Hay una nota más: quien se sabe hijo de Dios y se siente feliz de ello, sabe que lo que le da plenitud como persona, consiste en cumplir la voluntad del Padre. Se trata del paso de “ser felices porque somos hijos de Dios”, al más grande gozo: “ser felices porque sabemos vivir dichosamente como tales”. Lo primero habla del descubrimiento de lo que soy por mi bautismo; lo segundo, lo que construyo siguiendo los pasos de Jesús cada día de la vida.
Un punto que olvidamos los cristianos, y que la Pascua nos recuerda siempre, es que Dios no solo nos quiere a todos salvados, sino también nos quiere alegres, felices. La Pascua recuerda que ahora la última palabra la tiene la vida, no la muerte, y por eso debemos vivir alegres, con optimismo y en ánimo de fiesta, compartiendo y acogiendo la dicha con los demás. Esa fue la Buena Nueva que debía predicarse, pero, en su lugar, al paso del tiempo, el Dios compasivo y misericordioso que Jesús predicaba, fue remplazado por el dios justiciero y castigador; el Dios del amor por el del temor.
¿Por qué pasó eso? ¿Por qué vivimos más en la desdicha que en el gozo? En parte por el influjo del estoicismo y más tarde el neoplatonismo fueron imponiendo la ética de la negación y el ascetismo sobre la ética de la afirmación, el amor y el perdón gratuito, al punto que se llegó a decir que este mundo era un “valle de lágrimas”. Jesús dijo: “Un mandamiento nuevo les dejo: que se amen unos a otros como yo los he amado”.
Y como el que ama es feliz, antes de la pasión les dijo que iba a regresar, para volverse Él en la fuente de alegría: “volveré a verlos y se alegrará su corazón y su alegría nadie la podrá quitar. Aquel día no me preguntarán nada” (Jn 16, 22-23). De este modo, el amor y la alegría se convierten en signos de la Pascua del Señor en el corazón del creyente.
En resumen, hay una estrecha correlación entre el amor, la alegría, el humor y la libertad. Solo una persona libre puede amar como don, solo alguien libre puede tener sentido del humor, porque ve las cosas con desprendimiento, y no preocupada por su imagen, ni es reprimida por complejos, ni avasallada por miedos. Solo una persona libre es capaz de reírse de las contradicciones, incongruencias y faltas de lógica en la vida.
Solo una persona libre puede ser alegre porque goza de la vida tal como se presenta y agradece lo que tiene. Ve la rosa, no las espinas. Descubre que la alegría es inseparable del optimismo y de la esperanza.
Solo la persona que vive el amor desde sus mismas entrañas, sede de la com-pasión, como lo vivió Jesús, vive auténticamente libre, tiene sentido del humor y descubre y disfruta las alegrías que le otorga la vida.
Es cierto, venga lo que venga; se logre poco o mucho en la vida, hay que dejarse guiar por la voluntad de Dios, que es el camino de la felicidad. Junto a ello, agradecer el don de la vida.
Sospecho que la mayoría de nosotros esperamos temerosamente que el Señor nos pregunte el Día del Juicio sobre nuestros fracasos y caídas, por todas esas manchas que llamamos pecados. ¿No creen que nos sorprenderemos cuando más bien nos pregunte: por qué no disfrutaste más la vida que te di? Creo que Él sentirá lástima por nosotros cuando tengamos que dar cuenta por todos los placeres buenos y lícitos que no disfrutamos; de las risas que no gozamos, de los atardeceres que nos perdimos, de los abrazos y los cantos que nunca hicimos con los amigos y familiares.
Una vez leí sobre un hombre que sabía, desde un par de años moriría, debido a una enfermedad incurable. Durante esos dos años, ocultó pequeñas sorpresas, grabó cintas en secreto y plantó flores que sólo florecerían después de su muerte. Cuando todos sus actos secretos empezaron a salir a la superficie, su familia supo su propósito. Su presencia y amor permaneció con ellos siempre. En forma similar, Dios y su gran amor permanece siempre con nosotros, y nos regala esos chispazos de su presencia. ¿En dónde los encontramos?: en los paseos con la familia, en el nacimiento de un hijo, en la muerte de un ser amado, en nuestros fracasos y éxitos, en la oración de todos los días, en los sacramentos, en cumplir su voluntad, aunque nos duela, en el gesto de amor y de perdón en nombre de Cristo…
Jesús resucitado es la fuente de nuestras alegrías y esperanzas. Y no importa cómo hayamos sido, dónde vivimos, qué hacemos todos los días, Jesús camina con nosotros pues, él como Buen Pastor, nos desea llevar a la salvación y a la felicidad sin fin, al Reino de la Vida.
Oración de Tomás Moro
Dame, Señor, un poco de sol,
algo de trabajo y un poco de alegría.
Dame el pan de cada día, un poco de mantequilla,
una buena digestión y algo para digerir.
Dame una manera de ser que ignore el aburrimiento,
los lamentos y los suspiros.
No permitas que me preocupe demasiado
por esta cosa embarazosa que llamamos yo.
Dame, Señor, la dosis de humor suficiente
como para encontrar la felicidad en esta vida
y ser provechoso para los demás.
Que siempre haya en mis labios una canción,
una poesía o una historia para distraerme.
Enséñame a comprender los sufrimientos
y a no ver en ellos una maldición.
Concédeme tener sentido común,
pues tengo mucha necesidad de él.
Señor, concédeme la gracia,
en este momento supremo de miedo y angustia,
de recurrir al gran miedo
y a la asombrosa angustia
que tú experimentaste en el Monte de los Olivos
antes de tu pasión.
Haz que, a fuerza de meditar tu agonía,
reciba el consuelo espiritual necesario
para provecho de mi alma.
Concédeme, Señor, un espíritu abandonado,
sosegado, apacible, caritativo, benévolo,
dulce y compasivo.
Que en todas mis acciones, palabras y pensamientos
experimente el gusto de tu Espíritu Santo bendito.
Dame, Señor, una fe plena,
una esperanza firme y una ardiente caridad.
Que yo no ame a nadie contra tu voluntad,
sino a todas las cosas en función de tu querer.
Rodéame siempre de tu amor y de tu favor.
Amén.