Petro en la ONU: vestido de paz, hablando de guerra y olvidando a Colombia

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Por: Aldrin García – Director Totus Noticias

Gustavo Petro apareció ayer en la Asamblea General de las Naciones Unidas rompiendo con la tradición de los mandatarios del mundo. Mientras presidentes y jefes de Estado lucían sus trajes oscuros con corbata, él llegó vestido con una guayabera blanca. Un atuendo que quiso presentar como símbolo de paz, pero que quedó marcado por el pin que llevaba en el pecho: la bandera de “guerra a muerte”. Él mismo explicó que sus colores significaban libertad, muerte y paz. Pero el mensaje fue contradictorio: paz en la ropa, muerte en el corazón.

El ambiente tampoco lo favoreció. La sala estaba semivacía. Delegaciones enteras, como la de Estados Unidos, se levantaron y se fueron apenas empezó a hablar. (No es Photoshop ni IA, el mismo publico la foto) Lo que debía ser un discurso histórico terminó como un monólogo frente a las sillas vacías. Y esa soledad refleja lo que es hoy Petro en el escenario internacional: un presidente aislado, que quiso mostrarse como líder mundial, pero al final terminó hablando solo.

Durante cerca de cuarenta minutos habló de todo el mundo, menos de Colombia. Arremetió contra Donald Trump y lo acusó de ser responsable de genocidios por ordenar ataques con misiles en el Caribe contra jóvenes pobres que, según él, solo buscaban huir de la miseria. Pidió procesos penales contra funcionarios de Estados Unidos y hasta acusó a algunos de sus asesores de ser políticos colombianos aliados con el narcotráfico que ahora viven en Miami. Señalamientos graves, sin una sola prueba clara.

Y aquí aparece la gran contradicción: mientras acusaba a Trump de genocida por muertes en el extranjero, callaba sobre las bombas y ataques que siguen ocurriendo en Colombia a manos de las disidencias de las FARC y del ELN, este último grupo armado que él mismo prometió desarmar en los primeros tres meses de su gobierno. Hoy, tres años después, esos grupos siguen matando soldados, policías y campesinos, sembrando terror en las regiones, y el presidente que acusa a otros de genocidas guarda silencio sobre las víctimas de su propio país.

El discurso no paró en sus contradicciones. También acusó al expresidente Iván Duque de haber recibido dineros del narcotráfico para financiar su campaña. Pero la memoria no se borra fácil: es el propio hijo de Petro, Nicolás, quien confesó haber recibido dinero de narcotraficantes para la campaña presidencial de su padre. Y mientras el presidente señala a Duque, la investigación contra Nicolás se congeló en la Fiscalía entre presiones políticas y silencios incómodos. ¿Quién tiene entonces la autoridad moral para hablar de financiamiento ilegal?

Peor aún, Petro no dudó en vincular a supuestos asesores de Trump con políticos colombianos amigos del narcotráfico que viven en Miami. Una acusación que, más allá del ruido mediático, terminó sonando a distracción: desviar la mirada hacia afuera para que la gente no mire los problemas de adentro. Porque mientras él denuncia a otros de alianzas con narcos, su propio círculo cercano arrastra los mismos señalamientos.

A esto se suman las frases absurdas que ya lo han hecho célebre. Petro es el presidente que alguna vez dijo que si le quitamos la “i” a lo ilegal, todo sería legal. El presidente que aseguró que si dejamos de llamar delito a un delito, el delito desaparecería. El presidente que se atrevió a decir que los asesinos sanguinarios del Tren de Aragua son solo muchachos que necesitan amor y comprensión. Con semejantes antecedentes, ¿qué credibilidad podía tener un discurso que pretendía erigirse como voz moral en la ONU?

Al final, su intervención fue más un show mediático que un discurso serio. Propuso una fuerza internacional armada para proteger a Palestina, pero no explicó cómo funcionaría ni con qué respaldo. Señaló a Trump, a Estados Unidos y a medio planeta, pero no presentó pruebas ni mecanismos reales. Lo único que quedó fue la sensación de que busca provocar una crisis diplomática para luego refugiarse en un falso patriotismo y encender a sus fanáticos con la idea de que Colombia es víctima de los Estados Unidos y del mundo.

Las imágenes del auditorio vacío lo dijeron todo. Pretendió hablarle al mundo, pero nadie lo escuchó (asi replicaran su discurso en redes sociales y en Televisión Nacional). Y ese aislamiento tampoco es casualidad: su gobierno ha tenido el récord de ministros destituidos en la historia de Colombia, arrastra los mayores escándalos de corrupción y se ha convertido en un barco sin rumbo que navega entre contradicciones.

Mientras hablaba de Palestina, de Trump y de Estados Unidos, en Colombia la gente seguía esperando respuestas a problemas reales: hospitales cerrados, jóvenes sin empleo (aunque sus cifras maquilladas digan lo contrario), campesinos desplazados, carreteras bloqueadas y una violencia que crece cada día. De eso no habló. De Colombia, ni una palabra. Y ese silencio duele más que cualquier discurso.

Así quedará en la memoria su última intervención en la ONU: un traje blanco distinto al de todos los mandatarios, la bandera de la muerte en el pecho, un auditorio vacío y un discurso lleno de contradicciones. Será la foto final de un presidente que prometió cambio y terminó dejando soledad, incoherencias y un país lleno de frustraciones. Porque un presidente que olvida a su pueblo en el escenario más grande del planeta ya no gobierna para Colombia: gobierna para sí mismo. Y esa, tristemente, es la última imagen que deja Gustavo Petro como presidente.

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