Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
La quema de nueve tractomulas en menos de una semana en la carretera del Valle a Buenaventura es de una significación mayúscula. Estúpidamente, ni los gobernantes, ni los medios, ni los empresarios dueños de la carga, ni los camioneros han entendido lo que ese gesto criminal implica.
Entiendo bien que la línea del silencio se ha impuesto como norma para no describir la realidad ni alborotar avisperos. Lo que no entiendo todavía —y me llena de prevenciones negativas— es la ausencia de medidas radicales por parte de las tropas constitucionales, de las autoridades civiles y, sobre todo, de las víctimas, que no tienen eco en ninguna parte. Porque no es ni justo ni mucho menos inteligente que metamos la carne debajo del plástico transparente para que dizque nadie la vea.
El Valle tiene una republiqueta independiente, organizada y dotada por un ejército de traquetos, en Jamundí, en las goteras de Cali. En la cordillera Central, desde La Quisquina en Palmira hasta San Antonio en Sevilla, los dueños del patio y de la vida y muerte de los campesinos son otro par de ejércitos de traquetos, llamados a veces el Frente 57 y otras veces la Adán Izquierdo.
En la cordillera Occidental, aunque lo denunció hace un par de meses la valiente alcaldesa de Riofrío, se ha ido forjando una agrupación armada que dice llamarse la NG o Nueva Generación de Rastrojos.
En el Cañón de Garrapatas, desde Bolívar, Roldanillo y La Unión, los gaitanistas del Clan ejercen pleno dominio y fueron capaces de sacar ventiados a los elenos que venían desde el Chocó.
Y en Buenaventura, a más de los Shotas y Espartanos, agarrados de las mechas en sus calles, el Clan y el ELN viven continuos enfrentamientos por ser los reyes del territorio rural.
Como cereza del pastel, en Cartago y Tuluá siguen vigentes las bandas de siempre.
Es la guerra que llegó al Valle porque los muertos y las pérdidas las pone la ciudadanía. De Ejército, Policía y Marina… ni hablemos, porque no se ven.














