La risa de Lázaro

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XXXII Domingo de Tiempo Ordinario

Por: P. Miguel Ángel Ramírez González

Recuerdo un comentario del Señor Obispo de Toluca y querido amigo, Alfredo Torres Romero, quien una vez me dijo que el hombre debe aprender a vivir como Dios quiere y morir como Dios espera. Y es verdad: debemos vivir como Dios desea vivamos cada día, y morir consagrados a Jesús esperando la vida de Él. La razón es que la vida no se mide por los años, sino por su intensidad. Pablo se preocupaba de que sus cristianos entendieran y vivieran su fe en la resurrección, pues solamente así podían ser testigos y santos.

Existe una obra de teatro poco conocida de Eugene O’Neill titulada «Lázaro rió» o “La risa de Lázaro”, como traducen otros. En esta obra, O’Neill nos ofrece una visión del poder de la vida cuando se vive sin miedo. La obra comienza donde termina la historia evagélica de Lázaro, dando por sentado que el público está muy familiarizado con ella.

«Lázaro llevaba cuatro días muerto y sepultado cuando Jesús llegó a Betania, hizo que quitaran la piedra de la tumba y le devolvió la vida».

Al levantarse el telón, se ve a Lázaro salir tambaleándose de la oscuridad, parpadeando ante la luz del sol. Tras quitarle las vendas funerarias, Lázaro comienza a reír con una risa suave y apacible; nada amarga, nada burlona, un sonido acogedor, asombroso y reconfortante. Como alguien que despertara después de haber tenido un maravilloso sueño.

Lo primero que hace Lázaro es abrazar a Jesús con gratitud. Luego abraza a sus hermanas Marta y María, y después a las demás personas que lo rodean, asombradas. La mirada de Lázaro es lúcida, sin distracciones. Es como si viera el mundo a su alrededor por primera vez. Extiende la mano y acaricia la tierra con cariño. Mira al cielo, a los árboles, a los vecinos como si nunca los hubiera visto antes, como abrumado por la increíble perfección de todo. Sus primeras palabras son: «Sí, sí, sí», como si abrazara la realidad al descubrirla de nuevo.

Finalmente, alguien se atreve a preguntar lo que todos nos preguntamos: «Lázaro, cuéntanos qué se siente al morir. ¿Qué hay al otro lado de esta frontera que ninguno de nosotros ha cruzado para regresar?».

En ese momento, Lázaro comienza a reír aún con más intensidad y luego dice: «En realidad, no existe la muerte. Solo existe la vida. Solo existe Dios. Solo existe una alegría increíble. La muerte no es como se ve desde este lado. La muerte no es un abismo al que caemos en el caos. La muerte es un portal que nos lleva al crecimiento eterno y a la vida eterna».

Lázaro añade: “Aquel que nos recibe allí es el mismo ser generoso que nos dio la vida al principio, el mismo que nos dio el nacimiento. No porque lo mereciéramos, sino porque ese Ser generoso quiso que existiéramos y, por lo tanto, no hay nada que temer en el reino venidero”.

El anuncio del Evangelio señala que la tumba está tan vacía como un umbral. Es un portal que nos lleva a una vida más plena y maravillosa. Por lo tanto, no hay nada que temer. Se intuye la lección que O’Neill quiere que descubramos: Nuestro gran propósito en esta etapa de la vida es aprender a aceptar, aprender a confiar. Estamos aquí para aprender a amar con mayor plenitud. Solo existe la vida. No existe la muerte, sino sólo para aquellos que desde esta vida caminaban muertos.

Y sigue la historia, de modo que la risa de Lázaro comenzó a llenar toda la casa en la que se alojaba.

Entonces, Lázaro retomó sus quehaceres cotidianos, pero algo había cambiado. Trabajaba tranquilo y ya no sentía ansiedad. Ya no era vulnerable a ese miedo que todos tenemos y que merma la vida. Desde entonces la casa donde vivía se conoció como la «casa de la risa» y noche tras noche se oían cantos y bailes. Y el espíritu de aquel que había regresado con el mensaje de que no había nada que temer comenzó a extenderse por toda la aldea.

La calidad del trabajo empezó a mejorar en toda Betania. La gente comenzó a vivir en armonía y con mayor generosidad entre sí. Los antiguos conflictos se desvanecieron. La alegría se apoderó de toda la pequeña comunidad porque alguien había regresado diciendo que, por fin, no había nada que temer.

Pero no todos en Betania estaban contentos con este giro de los acontecimientos. Las autoridades romanas no tardaron en darse cuenta de que aquel que había perdido el miedo a la muerte representaba, en realidad, una gran amenaza para el control que tanto deseaban mantener. Como bien saben, la clave de la intimidación reside siempre en ese miedo latente a la muerte. Un tirano somete a su pueblo sugiriéndole constantemente que, si no obedece, se le aplicará algo terrible, como la muerte; los gobiernos saben que el mejor arma para controlar a la gente, además del “pan y circo” es la mentira y el miedo. Uno de los emperadores romanos más crueles, Calígula, solía decir: «Las cruces y los cadáveres son muy instructivos. Que la escoria vea su sangre o la de alguno de sus parientes, y se acobardarán tanto que podremos gobernarlos».

Los romanos eran maestros de la intimidación, y Lázaro representaba una amenaza real.

¿Cómo se intimida a alguien que ya no teme a la muerte? En la obra de O’neill, las autoridades romanas acorralan a Lázaro. Le ordenan que deje de reír. Le dicen que su casa ya no puede ser lugar de fiestas, pero él, en lugar de eso, ríe aún más. Él responde claramente: «La verdad es que no pueden hacerme nada. No existe la muerte. Solo existe la vida».

Los romanos, frustrados, lo arrestaron. Lo llevaron a Cesarea, donde compareció ante un alto funcionario, pero este no pudo hacer nada con Lázaro. Así pues, Lázaro fue llevado hasta Roma. La obra teatral termina con Lázaro frente al emperador romano, el hombre supuestamente más poderoso de la Tierra. Le dijo a Lázaro: «Tienes dos opciones: o detienes esa risa infernal ahora mismo o te haré morir». Pero Lázaro siguió riendo. Le respondió al emperador: «Haz lo que quieras. No existe la muerte, solo la vida».

La obra termina con un hombre que ya no teme a la muerte siendo, de hecho, más poderoso que quien gobernó todo el Imperio Romano. Hermoso relato, que nos señala que tal vez la Buena Nueva del evangelio todavía no ha tocado la médula de nuestros huesos, pues seguimos temerosos, decepcionados, cansados, de fe rutinaria, sin la alegría que nace de Dios. ¿Se dan cuenta que por eso el evangelio debería ser para nostros “noticia”, pero noticia que llene de alegría? Primero, la Encarnación del Hijo de Dios nos muestra la grandeza del amor divino por la humanidad (Dios se hizo hombre), pero, en segundo lugar, la resurrección del Señor abrió la esperanza a una vida eterna en Dios (la muerte es ya un portal).

En la Obra de O’neill, Lázaro regaña a sus conciudadanos, y les dice: “Esa es vuestra tragedia. ¡Olvidáis!… ¡Queréis olvidar! El recuerdo implicaría el alto deber de vivir como hijo de Dios… generosamente, con orgullo, con risa. ¡Esa sería una victoria harto gloriosa para vosotros, una soledad harto terrible! ¡Es más fácil olvidar, convertirse solamente en un hombre, en el hijo de una mujer; ocultarse en la vida contra su pecho, lloriquearle vuestro miedo a su resignado corazón y ser consolado por su resignación!

¡Vivir negando la vida!”

Lo mismo que decía Juan Clímaco: no podemos, no debemos olvidar nuestra vocación. Vivir como el hombre que somos, como hijo de Dios, sería como tener unos caballos jalándonos del alma, para degustar la vida que, a cada momento se nos escapa. Si al menos intentáramos vivir la vida de santidad en lugar de dejar que el nuevo Emperador de este siglo nos siga diciendo cómo debemos vivir, comer o vestir.

Al final del año litúrgico la Iglesia tocará los temas del fin del mundo y el juicio de Dios; temas que nos harán reflexionar acerca del final de la historia, y junto con ello a meditar acerca del final de la vida de cada uno de los hombres, cuando tengamos que mostrarnos ante Cristo, rey y juez de nuestras vidas.

Concretamente, la liturgia de este domingo, la historia de los jóvenes mártires muertos por el malévolo rey, me ha hecho pensar cómo en un mundo como el de hoy, cuando todo amenaza al hombre con destruirlo, nuestra respuesta no siempre es la confianza y la fe, sino que nuestra actitud casi siempre son LA TRISTEZA Y LA INSEGURIDAD. Bellas palabras señala Macabeos: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará” (2 Mac 7, 14).

Estamos en una época marcada por las guerras, así como por las más grandes injusticias sociales. No es de extrañar que haya por todas partes hombres y mujeres que se dicen creyentes pero que vivan en un profundo y constante estado de depresión y de tristeza. Esto me hace creer que no hemos crecido en la fe. Y es que, hermanos, los problemas y el sufrimiento no son cosas nuevas, la historia humana ha estado llena siempre de situaciones de dolor, de muerte y de injusticias. Jesús nació no en un mundo de paz y de alegría, sino en un mundo torturado por el hambre, por la guerra, por la inseguridad económica y por la opresión, pero Él era feliz de anunciar el Reino de Dios. Y si seguimos contemplando el camino histórico de la Iglesia hasta nuestros días, vemos exactamente lo mismo. Por eso, surge la pregunta: ¿cómo fue posible que Jesús siempre estuviera alegre? ¿Cómo es posible que la Iglesia tenga páginas de santos de la alegría, de la talla de María y José, Francisco de Asís, Juan de la Cruz, Teresa de Avila, un Tomás Moro o un Juan XXIII? Creo que la respuesta es simple e iluminadora: eran hombres y mujeres de fe en Dios; en un Dios de la historia siempre amorosamente atento a las necesidades de sus hijos, aunque la vida de algunos llevara la sombra de la cruz.

Necesitamos fe para creer que en medio de la oscuridad brilla la luz de Dios; se necesita fe para sentir que en medio del dolor existe la alegría de vivir. Sólo la fe nos muestra que luego de la muerte está la vida. El hombre de fe es el que enfrenta las tormentas de la vida, con la sonrisa de alguien que conoce la altura, la anchura y la profundidad del amor de Dios por nosotros. A pesar de todo, a pesar de que Dios mismo que viene a la vida de cada uno para llenarnos de Él, es curioso que busquemos más bien el lado oscuro de la existencia y no sus puntos luminosos y alegres, por eso hay tantos deprimidos y desesperados en el mundo.

No quiero decir que no existan golpes duros y negros en la vida, incluso siempre estará ante nosotros la tragedia de la muerte; pero aun ésta, no debe llevarnos a la tristeza. Dice San Pablo: “No queremos que ignoren, hermanos, lo que pasa con los difuntos, para que no vivan tristes…» (1 Tes 4,13-18). Como Pablo, creo que una persona cristianamente madura sabe tomar su vida con las dos manos; sabe asumir la realidad sin temblar, y descubrir para sí misma y para los demás que no tenemos derecho a acurrucarnos ante esos golpes y dedicarnos al mezquino placer de compadecernos y hacer que los demás nos compadezcan.

El Padre Martín Descalzo platicaba de un perrito de la vecindad, querido por todos los niños del barrio. Un día, por andar jugando y corriendo, se atravesó frente a un auto que le destrozó una patita. Lo llevaron al médico, pero hubo que amputarla. Unos cuantos días anduvo deprimido, pero, apenas mejoró y escuchó a los niños apareció el perrito, que ahora llevaba el nombre de Trípode. El Padre Martín Descazlo comenta que muchos de nosotros, luego de perder algo o haber sido lastimados por alguien, gustamos de apoyarnos en lo que nos duele, en lugar de ser felices con lo que nos resta; ojalá y aprendiéramos a vivir como el perrito, comentaba él.

Es cierto, todos vivimos heridos y cojos en la vida por alguna causa o por otra. La condición humana es LA MUTILACION: ningún ser humano pasa mucho tiempo sin que se le vengan al suelo algunos de sus sueños. Hay ocasiones que parece que la crueldad se ensañara con algunos y nos cortara hoy una mano, mañana una esperanza, pasado mañana uno de los pilares en que nos apoyábamos y ya en la vejez los sueños y los seres amados que vemos cómo se van yendo.

Pero la otra lección de la vida es que el ser humano tiene siempre doble capacidad de resistencia de lo que siempre creyó tener. Dice el mismo José Luis MARTÍN DESCALZO que el hombre de fe es invencible: Si le cortan un ala, aprende a volar con la otra. Si le cortan las dos, camina. Si se queda sin piernas, se arrastra. Si no puede arrastrarse, sonríe. Si no tiene fuerzas para sonreír, aun le queda la capacidad de soñar, que, yo creo, es otra forma de volar en esperanza.”

La Palabra de Dios siempre viene a nosotros para decirnos que tengamos alegría y esperanza y nunca dejemos de luchar. Los jóvenes en el libro de los Macabeos, se sostenían en la fe en Dios, sabiendo que la vida es una pequeña prueba que debe pasar: “tú nos arrancas la vida presente, pero el rey del universo nos resucitará a una vida eterna, puesto que morimos por fidelidad a sus leyes” (2 Mc 7, 1-2. 9-14). San Pablo, para sostener a los creyentes en los momentos de la prueba y que vivan en la esperanza, les dice: Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y nuestro Padre Dios, que nos ha amado y nos ha dado gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, conforten sus corazones y los dispongan a toda clase de obras buenas y de buenas palabras” (2 Tes 2,16-17).

No perdamos la esperanza, también en el Evangelio, Dios se nos presenta como el Dios de vivos y no de muertos (cf. Lc 20, 27-38). Y para mí esta afirmación de Cristo tiene una consecuencia más. Se refiere no solamente a la vida que tendremos al resucitar al final de la historia, sino también a descubrir aquellos deseos de vivir que brotan de una vida profundamente cimentada en Dios; una vida sanada desde su mismo centro por la presencia de esa gracia desbordante que hace resucitar a los muertos. Por la fe, se trata de vivir vivos la vida y no de vivir muertos.

Muchos ya llevan su cielo dentro, pero muchos otros llevan ya su propio infierno. Todos pisamos el mismo suelo, y casi todos vivimos más o menos igual la vida, pero cada uno será responsable de su existir. Llama la atención cómo para ciertas personas la vida es una gran tragedia, algo que debe soportarse; para otros, tal vez muy pocos, la vida es una grande y maravillosa aventura, semilla de eternidad que se disfruta a cada instante, llenándose de fe y esperanza. San Juan Clímaco, al llegar a la sexta grada de su Escala del Paraíso, dice: “No es la muerte lo que debes temer, sino el olvido de que eres inmortal”. Es decir, olvidarnos que la vida debe vivirse plenamente, llenarse, de modo que la muerte no sea otra cosa sino la recapitulación de la vida; olvidar eso sería la más grande tontería. Si viviste amando, tu muerte no será otra cosa sino una expresión de amor.

Llévense el día de hoy el eco de la oración colecta, que es una súplica a Dios: «Ayúdanos, Señor, a dejar en tus manos paternales todas nuestras preocupaciones, a fin de que podamos entregarnos con mayor libertad a tu servicio». Y podríamos añadir: con más confianza, con más alegría. Es por eso que, con la ayuda del Espíritu Santo, en esta Eucaristía podemos poner en las manos de Dios todo lo que somos:

  • dejemos en sus manos nuestras infancias frustradas o tristes;
  • pongamos en sus manos nuestras familias donde tal vez ha faltado el amor, y el perdón;
  • démosle la cruz de la enfermedad, de la falta de perdón, de la traición que nos han hecho, de la debilidad y de la vejez, etc.

Yo estoy convencido que aunque todas las puertas se cerraran, siempre habrá una ventana por la que penetre el rayo del amor resucitador de Dios.

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