Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Esta tarde, cuando vaya a Cartago, dentro de la descentralización de la Feria del Libro de Cali, al lanzamiento de la séptima reedición de mi novela sobre Armero, Los sordos ya no hablan, publicada en 1991 y convertida con el paso de los años en el recuento histórico-crítico más perenne de aquel momento equivocado del destino de la patria, dictaré una charla titulada El volcán de Cartago.
Con ella quiero rendir varios tributos al tiempo. Primero, a Cartago, la ciudad cimera donde, en 1998, tomé posesión como gobernador del Valle, rompiendo la tradición de que tal ceremonia solo podía celebrarse en Cali.
En segundo término, a Pedro Cieza de León y Fray Pedro Simón, los dos cronistas de la conquista del occidente colombiano que fueron los primeros en anunciar la existencia del volcán nevado que sembraría, cuatrocientos años después, la muerte en Armero y Chinchiná.
Y, en tercer término, para escarbar un poco la mala memoria nacional —y la de los cartagueños, ¡sí que más!—, porque se ha olvidado que desde principios del 1600 Fray Pedro Simón bautizó la cima nevada como el volcán de Cartago.
Por supuesto, cuando él narra la explosión acaecida en 1598 y describe cómo la ceniza y las piedras llegaron hasta Toro, toda la región quimbaya era fundamentalmente selva, y la única referenciación que podía hacerse sobre ese monstruo demoníaco que derretía nieves y rocas era Cartago, fundada inicialmente en donde hoy es Pereira y trasladada a orillas del río La Vieja en 1691, según los historiadores por el azote de los indígenas, cuando en verdad lo fue por la tembladera permanente de la tierra en esas inmediaciones.
Probablemente por ese olvido histórico, o porque la civilización paisa borró el recuerdo y hasta lo rebautizó como el volcán del Ruiz, pudieron haberse cometido las irresponsabilidades en Armero y Manizales que narro novelísticamente en la metáfora de los sordos que no oyeron las advertencias y hoy no hablan.














