Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Hoy, 20 de enero, Trump se posesiona como presidente de los Estados Unidos. Historiadores y analistas del futuro se enfrentan a una disyuntiva. Pueden señalar este día como el final del progresismo y las libertades controladas, o, más bien, como el comienzo de la dictadura de los tecnócratas.
Se puede escribir que hoy inicia el gobierno de la plutocracia para librar la guerra con China, que ya no será a bombazos, sino económica. Pero también que hoy termina el respeto por el derecho internacional, ya que se declara la vigencia del imperio norteamericano, donde solo se respetará —o temerá— la voluntad y el criterio del emperador.
Todo eso y mucho más es posible. El mundo se ha acelerado vertiginosamente hacia el futuro tecnológico, y las normas y costumbres que nos rigieron desde que comenzó la industrialización han sido derogadas por los algoritmos. Trump no redactará el nuevo ordenamiento: lo impondrá, adueñándose de Groenlandia o sancionando con aranceles a quienes le disgusten, a él o a los superricos que lo acompañan.
Ajustarse a este nuevo ritmo puede costarle muy caro a Europa y costosísimo a los inmigrantes y a los débiles, a quienes les garantiza esclavitud a cambio de sobrevivir. Algunos sufrirán, a rejo limpio, su venganza o su rencor.
Vendrá entonces a adueñarse del Canal de Panamá, porque no le perdonan a ese país haber licitado el manejo de los puertos de Colón y de Ciudad de Panamá y adjudicarlos a empresas chinas. A Colombia la volverán a descertificar, traspapelando los 600 millones de dólares anuales que le daban como limosna para combatir el narcotráfico y sostener helicópteros y cuarteles.
Pero también podrían reforzar su presencia en las siete bases norteamericanas en territorio colombiano y, por qué no, involucrarse hasta el cuello en el manejo de nuestra política criminal y, incluso, en el menudeo de los contratistas que gobiernan y legislan.
Es el principio del fin de una era. Y el comienzo de un huracán. Ojalá podamos seguir contándolo.