Cuando Flamingo nos fiaba los sueños, la esperanza se pagaba a cuotas… y hoy duele verla caer

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Por: Aldrin García – Director Totus Noticias

Flamingo no era solo una tienda, era parte de nuestras vidas. Recuerdo cuando en 2003 crucé por primera vez sus puertas como vendedor. Flamingo fue mi primera empresa, donde adquirí mi experiencia laboral y, sin saberlo, donde se tejieron las historias de mi familia y de tantos paisas. El eslogan “Flamingo le fía porque confía en usted” no era solo una frase: era un pacto de confianza con Medellín y con todo Antioquia.

A don Óscar Galeano, mi primer jefe, le guardo un cariño inmenso. Fue quien me recibió y me enseñó con paciencia el valor de las ventas, luego de que mi tía —clienta de muchos años— me presentara. En aquel entonces él era Jefe de Ventas de Flamingo Parque, y de él aprendí muchísimo. Y claro, también don Ernesto, quien era el Gerente de Flamingo Parque, un hombre ejemplar que nos guiaba con cercanía y respeto.

Vender bicicletas, muñecas y carros a control remoto era regalar alegría. Desde esa sección de juguetería y deportes conocí el mundo real de las ventas, con compañeros que se volvieron amigos y con clientes que se volvían parte de la familia Flamingo. En diciembre, cada venta era una historia de ilusión. En cada juguete fiado había una promesa: la de un niño feliz y unos padres agradecidos.

Mi padre compró mi primer portátil allí, en Flamingo, a crédito. Y en ese computador —que tanto nos costó pagar— nació lo que hoy es Totus, mi agencia de publicidad y medio de comunicación. Podría decir, sin exagerar, que Totus nació en Flamingo, bajo la luz de esas vitrinas que creían en los sueños de la gente común.

Mi familia lo compraba todo en Flamingo: mi papá, mis tías, mi abuela, todos tenían su crédito allí. Era el almacén de confianza, el que ayudaba a las familias a tener su nevera, su lavadora, su televisor. En mi barrio era común escuchar: “voy a sacar eso en Flamingo”, y eso significaba que algo bueno estaba por llegar a casa.

Pero hoy, esa historia que nos unía a tantos paisas parece desmoronarse. Flamingo atraviesa su peor crisis: está en proceso de recuperación empresarial porque sus finanzas se vinieron abajo. Los ingresos cayeron más del 60 %, las pérdidas se acumulan, los embargos llueven, y la Superintendencia de Industria y Comercio investiga sus prácticas de crédito. Las vitrinas que un día representaron progreso hoy enfrentan la incertidumbre.

El mundo cambió, y Flamingo no alcanzó a cambiar al mismo ritmo. El comercio electrónico, las nuevas plataformas, las tarjetas y aplicaciones reemplazaron la libreta y la confianza. Su modelo de crédito —que fue su gran fortaleza— se volvió su debilidad. Muchos clientes dejaron de pagar, y la empresa, que fiaba por confianza, se quedó sin respaldo.

Y uno se pregunta, con tristeza: ¿qué pasó con Flamingo? ¿En qué momento dejamos que una marca tan nuestra se tambaleara así? ¿Por qué dejamos que ese símbolo de esfuerzo y cercanía se fuera quedando atrás mientras el mundo avanzaba? No se trata solo de una tienda, se trata de una parte de nuestra identidad, de una época en la que la palabra valía más que una firma.

Hoy, mientras leo las noticias sobre su crisis, siento un nudo en la garganta. No por las cifras, sino por los recuerdos. Por los compañeros que quizá hoy temen perder su empleo, por los clientes que aún deben sus cuotas, por los que crecimos entre esas paredes donde todo olía a esfuerzo, a café y a esperanza.

Ojalá este no sea el final. Ojalá Flamingo logre levantarse, renegociar, reinventarse. Ojalá que las manos que la levantaron una vez la vuelvan a sostener. Porque si Flamingo cae, no será solo una empresa menos: será un pedazo del alma paisa que se apaga.

Flamingo no solo nos fió cosas, nos fió los sueños. Y todavía creo que los sueños, cuando se pagan con el corazón, siempre merecen una segunda oportunidad.

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