Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Como van las cosas en este país, pareceríamos que estamos condenados a escoger en las elecciones del año próximo entre Abelardo de la Espriella y Daniel Quintero.
Ambos, narcisos constatables. Ambos, ambiciosos evidentes. Los dos con inteligencia superior al promedio de los colombianos. Agrietados el uno y el otro por una infancia y adolescencia más cercana a la pobreza, han encontrado —como tantos compatriotas que se han hecho a pulso— metas alcanzables para compensar aquellos momentos.
Abelardo ha hecho una carrera fulgurante como abogado, atrevida y quizás hasta pretenciosa, borrando el recuerdo de aquella infancia cuando no podía tener los lujos de sus vecinos en Montería. Quintero, sin duda más vertiginoso, levantó el tapete que tendía en la calle Junín para vender cachivaches y costearse sus estudios, para demostrar en poco tiempo, como alcalde de Medellín, que el poder político puede camuflar de civismo la venganza clasista.
Salidos ambos de los moldes tradicionales de la política, son hoy candidatos sin tener partido definido, pero tanto el uno como el otro respaldados tras bambalinas por Uribe o por Petro.
Para los dos no parecen existir barreras en el ejercicio de sus profesiones. Tampoco sugieren que están siendo aconsejados en estrategia electoral o en manejo de su imagen. Los dos dan la sensación de manejar ellos solos los hilos de sus campañas, fundamentados en la intuición que posee siempre el vanidoso.
El de Montería viene de la derecha enmarcada en la violencia que azotó Córdoba, desde el EPL hasta las AUC, y usa el arrojo de su momento para hablar hasta de destripamientos de la izquierda. El otro llega al Pacto Histórico y causa la estampida entre los demás candidatos mamertos, igual a como lo hizo con los ricos de Medellín cuando propició la llegada de Gillinsky.
Tienen mucho trecho por delante todavía y, en este país, pasan muchas cosas. Pero es mejor que tengamos previsión que capacidad de sorpresa.