XXVIII Domingo de Tiempo Ordinario
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
Un amigo me presumía un reloj de pulsera que su hijo le había enviado desde Canadá. Me decía que estaba feliz, porque ahora su hijo se valía por sí mismo, y como prueba de sus logros y como agradecimiento a su padre, le enviaba este reloj, cuyo valor no estaba en lo material sino en lo que significaba para mi amigo.
Curiosamente, el hecho del reloj me hizo recordar el pasaje del evangelio de Lucas (17, 11- 19), cuando Cristo cura a diez leprosos, pero, señala el evangelista, sólo uno regresó para agradecer el milagro. El hijo de mi amigo mandaba ese objeto no solamente como prueba de su independencia, ahora que podía valerse por sí mismo, sino que era un pequeño símbolo como diciéndole: “gracias, padre, por todo lo que me has dado: la vida, el cuidado, los desvelos, mis estudios y, sobre todo el amor prodigado día tras día”. Es verdad, a mi amigo no le interesaba el reloj (tenía muchos), sino que reconocía en el objeto el gesto de agradecimiento y de amor de su hijo.
Me preguntaba: ¿por qué nos gusta tanto el agradecimiento? ¿Somos todos agradecidos con nuestros familiares, con los amigos, con la gente que encontramos todos los días? ¿Junto a la oración de petición que rezo todos los días, añado la oración de agradecimiento a Dios? ¿Por qué es importante ser agradecidos?
Coincido con el Padre José Luis Martín Descalzo, que dice que “tiene que ser forzosamente por dos razones: porque todo corazón necesita recibir amor por amor y porque ese agradecimiento, por desgracia, no es demasiado frecuente en este mundo”. Es cierto, son pocas las personas que saben agradecer, tal vez porque nos quedamos en lo material y no alcanzamos a ver el gesto de amor que hay detrás. Tal vez porque no hemos madurado del todo, pues solamente el amor humilde sabe dar las gracias.
El libro de los Reyes dice que Dios curó a Naamán por medio del profeta Eliseo. Naamán quiso agradecer con dinero, pero respondió el hombre de Dios: “Juro por el Señor, en cuya presencia estoy, que no aceptaré nada”. Pero Naamán quiere agradecer de alguna forma y ofrece, en cambio, adorar al Dios verdadero, diciendo que a ningún otro Dios adoraría de ahora en adelante (cf. 2Re 5, 14-17).
El mismo Cristo lo comprobó con dolor: de los diez leprosos que había curado en una ocasión, sólo uno volvió para darle las gracias. Me pregunto: ¿cuánto hemos recibido de Dios cada día?, pero ¿no será que somos como los 9 leprosos que olvidamos agradecerle a Dios? Y también: ¿no deberemos convertir nuestras vidas en un don absoluto en el amor, sin esperar nada a cambio? Y es que, además de ser agradecidos, debemos amar siempre, sin esperar que se nos agradezca nada.
Por eso pienso que es bastante peligroso trabajar o amar «para» recibir algo a cambio. Hay que trabajar o amar «porque» se debe trabajar o amar, pero no porque nos lo vayan a agradecer. Y no amargarnos cuando nadie nos lo agradece. Actuar así, sin esperar nada, es actuar como Dios, que prodiga la vida, su luz y su gracia, sin esperar nada de nosotros, pero cuánto
cambiaría en nuestro interior si al iniciar el día, empezáramos diciéndole, “gracias, Señor”. Dicen que Santa Teresa de Ávila escuchó a Jesús que le decía: “Crearía otra vez el Universo, sólo para oírte decir que me amas”. Es verdad, Dios quiere que tengamos fe, que recemos, que le pidamos cosas, pero también espera de nosotros agradecimiento y un “te amo, Dios mío, sobre todas las cosas”.
Un corazón generoso sabe amar, y por lo mismo, sabe agradecer. Siguiendo a Martín Descalzo, “¡cuánto más y mejor amarían los hombres si pudieran «tocar» el fruto de su amor! Pero me temo que las personas -y mucho más las empresas y las instituciones- no hayan aprendido esa primera asignatura del amor que es el agradecimiento”.
La pequeña llave del detalle abre más corazones de lo que imaginamos. Y hay personas que parece que, ya por nacimiento, nacieron detallistas, mientras otras saben tal vez amar, pero carecen de esa finura para el detalle que tanto valdría, aunque sea tan pequeño.
Tenía razón Bernanos al escribir que «las cosas pequeñas que nada parecen son las que dan la paz. Al igual que las florecillas campestres, que se las cree sin olor, pero que todas juntas embriagan. Sí, la plegaría de las cosas pequeñas es inocente. En cada cosa pequeña hay un ángel».
Cierto: las más de las veces no tenemos nada importante para agradecer lo que han hecho por nosotros. ¿Cómo podría un humano agradecer a Dios la maravilla de la vida? Nadie espera que nuestro agradecimiento alcance el tamaño del don. Pero resulta que tanto Dios como los hombres no esperan grandes respuestas a los grandes regalos, sino ese diminuto detalle que levanta un poco el velo de la realidad y nos hace ver el amor que hay al fondo.
Y lo grande de los detalles es que en ellos no cuenta el valor monetario de los mismos. Cuenta Hebbel con ironía la historia de aquel hombre que, estando hundiéndose en el mar, recibió la ayuda de un desconocido que le tiró una tabla a la que pudo agarrarse y salvar así su vida. Y añade que el salido de las aguas se dirigió a su salvador y le preguntó cuánto costaba la madera de la tabla, porque quería pagársela y, así, agradecérsela. ¡Como si su salvador le hubiera regalado una madera y no la vida!
Lo bueno del amor y del agradecimiento es que ambos son gratuitos y un poco absurdos. Pero valen muchísimo más de lo que parecen. Recuerdo que, junto a mi despacho en la dirección del colegio, había un jardincito con la imagen de la Virgen de Guadalupe. Un día descubrí que se “colaban” a escondidas un grupo de niños de primero o segundo de primaria quienes, de rodillas, rezaban a la Virgen. Luego, a hurtadillas, desaparecían del jardín. Siempre pensé que iban a orar y agradecer por sus familias, por sus papás y hermanos, volviéndose este pequeño gesto para Dios, en algo más valioso que el universo entero.
Y hablando de niños, estarán de acuerdo conmigo que ellos son los que hacen las mejores preguntas y dan las más increíbles respuestas. Una ocasión, después de haber orado a Dios, me preguntó un niño si Dios rezaba. En ese momento solamente me vino a la mente ver a Jesús orando a Dios Padre y pidiéndole fortaleza para seguir adelante en su camino a la Cruz, o agradeciéndole porque el misterio del Reino lo había revelado y aceptado los pequeños; y eso le dije al niño, quien se retiró muy tranquilo con mi respuesta. Pero la pregunta se quedó en mi
mente. Luego de haber orado, después de haber agradecido a Dios todo lo que nos da día con día, me preguntaba: ¿qué nos diría? Un día me encontré con “el Padrenuestro de Dios”, y hoy lo comparto con ustedes, pues sé que eso nos diría a cada uno:
Hijo mío que estás en la tierra, preocupado, solitario, tentado,
yo conozco perfectamente tu nombre y lo pronuncio como santificándolo, porque te amo.
No, no estás solo, sino habitado por Mí, y juntos construimos este reino
del que tú vas a ser el heredero.
Me gusta que hagas mi voluntad porque mi voluntad es que tú seas feliz, ya que la gloria de Dios
es el hombre viviente.
Cuenta siempre conmigo
y tendrás el pan para hoy, no te preocupes, sólo te pido que sepas compartirlo
con tus hermanos.
Sabe que perdono todas tus ofensas antes incluso de las cometas;
por eso te pido que hagas lo mismo con los que a ti te ofenden.
Para que nunca caigas en la tentación cógete fuerte de mi mano
y yo te libraré del mal, pobre y querido hijo mío.
Amén.
Ante este Dios Padre que nos ama tanto; frente al Dios de quien recibimos “gracia sobre gracia” y que quiere compartir su Reino y su vida divina con nosotros, no tenemos otra manera de expresar nuestro amor que agradeciéndole que sea Él como es y que exista.
Y un último detalle. ¿Sabían que la palabra “eucaristía” significa “acción de gracias”? Curioso porque su regalo de amor es su Hijo, nacido para nuestra salvación, hecho pan de vida, y lo mejor que podemos ofrecerle al Padre Bueno es al mismo Jesucristo, sacrificio perfecto. y ofrecernos junto a Él en un acto de alabanza.
El prefacio IV común lo señala perfectamente:
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Pues, aunque no necesitas de nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen,
tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias, por Cristo Señor nuestro… Amén.