Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Las cifras que el profesor Daniel Mejía publicó ayer en La República deberían haber sido más noticia que las filtradas extraoficialmente sobre el cometa que se acerca al sistema solar. Pero como estamos en Colombia, donde no queremos reconocer la verdad y preferimos la encuesta chimba o el análisis superficial, pasó en silencio.
Según el profesor Mejía, al que unen los datos que el diario de los Ardila recoge de Silverio Gómez, en 2023 el 4,2 % del PIB lo respaldó el negocio de la cocaína y el batiburrillo del oro ilegal (o quién sabe si legal) soporta el 7,2 % del PIB. En moneda contante, los coqueros —defendidos y sostenidos por los ejércitos de los traquetos— movieron hace dos años 15.300 millones de dólares, contra 11.800 que impulsaron las remesas. El ilegalizado oro movió la pendejadita de 130 billones de pesos.
Ante esa magnitud resulta fácil entender por qué tienen más poder los ejércitos de los traquetos para manejar, si no la opinión pública, al menos a las comunidades de las zonas donde explotan el oro y la coca. Es una cuestión de plata, no de ideologías ni de moral.
Combatirlos entonces nominándolos como bandidos, criminales o como sea, teniendo apenas una justicia politizada y unos ejércitos constitucionales sin armamento adecuado o amarrados a una idea de paz total de su comandante, es hacerse la paja. Volver a pensar en la ventanilla siniestra de López Michelsen o en la normalización del mercado del oro, sacrificando ecología pero dominando su compraventa, no es descabellado.
Esto no se arregla ni con rezos de vísperas, ni mucho menos volviendo a dar bala para complacer al gringo consumidor de perica, pero a su vez guardián del oro mundial. Entregarle la patria a los traquetos es un suicidio. Dejarla en manos de unos ejércitos desarmados o de los políticos corrompidos por los contratos, es jugar a la gallina ciega.
Toca pensar atrevidamente para pasar el caudaloso río que nos ahoga.