Que cuando la muerte venga, no te quite sino la vida

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XXXI Domingo de Tiempo Ordinario

Por: P. Miguel Ángel Ramírez González

Hoy nos reunimos para «celebrar» la Pascua de nuestros hermanos difuntos. He dicho «celebrar», porque desde que Cristo murió y resucitó, ya la muerte ha sido vencida y la vida eterna es don para todos los justos. Somos hombres de fe y creemos que la muerte biológica no es el final, sino que la muerte se ha convertido solamente en el lugar de paso y de encuentro definitivo con Dios. Pero, hoy en especial nos preguntamos, si la vida es un don precioso y como preparación para la otra, ¿cómo la estamos viviendo?

Recuerdo una historia que narra que, en la época de la Edad Media, cuando se construían esas bellísimas catedrales de piedra, un caminante llegó a una gran ciudad. Vio entonces a un grupo de hombres que trabajaban afanosamente. Se acercó al primero y le preguntó:

«¿Qué haces? Este le respondió de mala gana: «aquí me tienes, picando piedra durante todo el día». Le preguntó al segundo: «Y tú, ¿qué haces?». «Yo –señaló el segundo hombre- trabajo como una bestia para ganarme el pan». Se acercó entonces al tercer hombre quien trabajaba con alegría y gran ahínco. Le preguntó: «¿Qué haces tú?». «Yo construyo una catedral», dijo el último con emoción. Alegoría maravillosa sobre la vida, pues algunos ven su existencia como una carga insufrible, otros la ven con enojo y como imposición, pocos la descubren como un regalo que hay que disfrutar y hacer fructificar. Justo hace unos días decía a un grupo de seminaristas que, de mis 70 años, 45 los he pasado al servicio de la Iglesia del Señor y he sido feliz; luego les decía que, con todo, tenía un poco de miedo pues he recibido tanto en mi vida, que tengo miedo de que Jesús me pregunté qué he hecho con tantos dones y si los he hecho fructificar.

Sí, hermanos, todos sabemos que el término de la vida es incierto; la muerte es un riesgo constante, es la posibilidad siempre presente ante nosotros. Sobre todo, porque día a día se va adquiriendo esa certeza de que nadie es tan viejo que no pueda vivir un día más, ni tan joven para que muera hoy mismo.

Entre el límite final y el momento en que nacimos hay toda una vida: larga o pequeña, buena o mala, difícil o llena de dificultades y problemas. Y se puede descubrir toda una actitud que se va forjando día a día con respecto a Dios, respecto a los demás y hacia uno mismo.

Hay un dato interesante en la Divina Comedia del querido Dante Alighieri. Luego de que entra al lugar terrible y haber visto a terribles bestias, se encuentra con Virgilio, que será su guía en este caminar. Entra el poeta con su guía a un lugar oscuro, con viento terrible y un como rumor que se levanta del abismo, que son voces cargadas de ira, de rencor y blasfemias. Entonces dice:

“Y yo, que sentía la cabeza oprimida por el horror, dije: Maestro: ¿qué es lo que oigo y qué gente es esta, vencida así por el dolor?”

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A lo que el guía el responde:

“Esta mísera suerte sufren las almas tristes de aquellos que torpemente vivieron sin vituperio ni alabanza”.

Así es, ya entrando escucha el canto de los ignavos, es decir, de los indolentes cobardes o flojos. Son los que no eligen, los que no toman partido; los que vivieron si haber vivido. Junto a esos personajes hay un grupo de ángeles que dijeron cuando Lucifer se rebeló: “Vamos a ver qué pasa, si vence Lucifer nos pondremos de su parte, si vence este otro, nos pondremos de la suya. Quedémonos aparte, veamos cómo acaba la cosa y después tomamos partido”; son los famosos “ángeles neutrales”. Recuerdo que al leer esas páginas me sorprendió que el poeta haya considerado a estos personajes colocándolos en la antesala del infierno, pues son los “indecisos”.

Esta antigua historia que retomó el Dante en su Divina Comedia y que al parecer se remite a un relato gnóstico antiguo, TAL VEZ DEL SIGLO II O III. Esta leyenda narra que el día de la rebelión de los ángeles, antes de la creación del universo, hubo grupos angélicos que se situaron del lado de Satanás y otros que prefirieron ponerse del lado de Miguel Arcángel, pero hubo también una tercera categoría de ángeles que, al no tener muy claro por quien tomar partido: si por Dios o contra El, se sentaron a esperar en la banqueta del cielo. Se declararon neutrales y esperaron a ver quién ganaba la batalla para optar por el ganador. Y según la leyenda, después de que Dios castigó a los infiernos a los ángeles rebeldes, condenó también a los neutrales a purgar su neutralidad como seres mortales, mezclados entre los hombres.

Claro que la historia es totalmente imaginaria. Lo que no es imaginario es la cantidad de hombres y mujeres neutrales ante el mundo, neutrales en la fe, que no levantan la voz ante injusticias; neutrales en el vivir que nunca producen frutos buenos. Son aquellas personas que, ante un problema en la vida, nunca se deciden a tomar una decisión. Y olvidan que la salvación es cuestión de estar en favor o en contra de Jesús, de vivir con él o alejado de su presencia. El precio de nuestra salvación fue muy alto, señala el apóstol Pablo, fue la sangre del Salvador, pero parece que muchos seres humanos les interesa muy poco eso, y la mediocridad se ve en su vida de todos los días, en sus opciones morales, en sus decisiones de cada momento.

El Dante señala: “Los cielos los rechazan por no ser bastante buenos, [no se puede estar en el cielo sin haber practicado ninguna virtud, sin haber obrado ningún bien, sin haber hecho ninguna obra buena; pero…] y el profundo infierno no los admite, ya que alguna gloria recibiría de ellos los condenados.”

Sin duda son los más miserables de todos. No pueden estar en el paraíso porque no han hecho ningún bien. A lo mejor hasta se sorprendieron cuando san Pedro les dijo: «No, tú aquí no entras». Hasta se habrán enfadado. «Pero ¿qué mal hice yo? No he robado, no he matado, no he, no he…». Eso es: no has. No has vivido. Cuántas veces habremos oído decir: «No voy a la Iglesia, no me hace falta, no hago ningún mal…». Pero la vida cristiana no se trata de no hacer nada malo; el cristianismo es elegir, es tomar partido, igual que Jesús se puso a nuestro lado, eligió estar con nosotros. La pregunta correcta no es: «¿Qué hay de malo?», sino: «¿Qué hay de bueno?». ¿Qué bien persigues en tu vida?; incluso entre miles de traiciones e infidelidades, ¿qué bien afirmas o has hecho tuyo cada día?; aunque caigas mil veces, ¿estás dispuesto a levantarte para llegar a la meta?”

A los neutrales del vivir, ni el cielo los quiere, ni el infierno los acepta.

“Estos no abrigan esperanza de morir [es obvio, ya están muertos], y su ciega vida es tan despreciable, que envidian cualquier otra suerte.”

Y añade el poeta de manera terminante:

“El mundo no guarda recuerdo de ellos [el mundo ya no los recuerda, al día siguiente de su muerte nadie se acuerda ya de que existieron], olvidados por la misericordia y la justicia [la justicia y la misericordia –el infierno y el paraíso– no los quieren]. No hablemos de ellos más; míralos y pasa».

Un teólogo hacía una pregunta que, según él, Jesús nos preguntaría el día de nuestra muerte: “¿Qué hiciste de mi resurrección?”. Señalando con ello que, para muchos, sólo existe el desperdicio de la vida y de los dones que Dios nos dio a todos, pero que no aprovecharon.

Siempre me han sacudido las palabras que escribiera Elisabeth Mulder de Dauner, que son un terrible retrato del hombre de hoy, que no entiende el sentido de la felicidad ni sabe vivir el presente como regalo de Dios:

Vino la risa, y yo le dije: ‘¡Más tarde!’ La luz me deslumbra, ¡déjame dormir!

Fuese la risa y me dijo: ‘Más tarde no habré de venir’.

La juventud vino, y yo le dije: ‘¡Más tarde! tiempo hay aún de sentir y de gozar.’

Juventud fuese y dijo: ‘Más tarde no habré de pasar.

El amor vino, y dije: ‘¡Más tarde! Llega pronto, muy pronto el placer’

El amor fuese y dijo: ‘Más tarde no habré de volver’.

Y así, todos se fueron, y un día a la muerte acercarse sentí, y el horror de mi vida vacía y estéril al fin comprendí.

‘Vienes pronto, ¡oh muerte! ¡Más tarde!

¡Ven más tarde, déjame vivir!’

Y ella dijo: ‘Es tu hora… Más tarde no debo venir.

¿Cómo dar alegría, juventud, fe y amor si perdimos la oportunidad de sembrarlos y hacerlos crecer; si los dejamos pasar? ¡Y luego se quejan muchos de que la vida es corta!

Como Jesús, todos deberíamos acercarnos así a nuestra propia muerte: con la sensación de haber cumplido la vida y con la seguridad de que en el otro lado, además de Dios, nos esperan unos brazos abiertos que son aquellos que amamos en esta vida; eso es la Resurrección

Jesús quiso invitar a los discípulos a alegrarse en esta existencia terrena, y vivirla intensamente sabiendo que nuestro destino no es cualquier lugar, sino la de la casa paterna, que llamamos “cielo”. Para Jesús la vida del hombre debe vivirse con tanto amor, con tanta convicción, con tanta fe y amor, que en esos breves años que se nos conceden deberemos haber alcanzado las metas propuestas por Dios para cada uno: “voy a prepararles un lugar. Cuando me vaya y les prepare un sitio volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté estén también ustedes…” (Jn 14, 1-12).

Conozco a muchos que han vivido esta existencia como quien tiene que pasarla mal todo el tiempo; son aquellos amargados en la vida que no solamente sufren ellos mismos, sino que se la pasan haciendo sufrir a los demás. Otros viven con la angustia por obtener cada día sólo cosas materiales y trabajan tanto que al final terminan por gastar en médicos lo que con tanto trabajo acumularon mientras estaban sanos. Los hay también, a Dios gracias, como el tercer hombre de la historia de la catedral, que se dedican a hacer de su vida algo bello y perenne, una verdadera obra de arte. Son esas personas que, cuando mueren, dejan un gran vacío en el alma de muchos y una gran alegría en el recuerdo. Personas que, de los talentos recibidos, produjeron el cien por ciento.

La muerte, pues, no solamente nos debe hacer pensar acerca de nuestros hermanos muertos y pedir a Dios por ellos, sino que debe también, como faro de luz, iluminar lo que ha venido siendo la vida de cada uno de nosotros, los aquí presentes.

Es triste pensar que la mayoría de los hombres mueren sin haber asumido ni comprendido su propia muerte. Y más triste todavía, que hayan desperdiciado la vida. Mueren simplemente porque no pueden evitarlo. Yo pienso que la vida es algo tan maravillosa, pero que, por desgracia, la asumimos sin preparación, sin objetivos, sin meta ni valores sobrenaturales y sin Dios.

Cuántos de nosotros, en los años de juventud pensamos que la sensualidad lo era todo, y ahora, tristes guiñapos nos damos cuenta de que buscamos solamente el placer, pero nunca

amamos. Cuántos gastamos nuestras vidas por el afán de dinero o de poder; y ahora que se tiene la cartera llena, vemos que el corazón está vacío. Cuántos nos amamos más a nosotros mismos, y cuando quisimos corregir esas actitudes, resultó que los seres queridos habían muerto o se habían alejado… la lista de errores es larga.

Ese es el gran drama: Dios nos dio todo y todo lo hemos echado por la cañería del desperdicio. Por eso se me hacen tan realistas las palabras del apóstol Pablo a los de Corinto: «De hecho no carecen de ningún don, ustedes que aguardan la alegre manifestación de nuestro Señor Jesucristo. El los mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de que acusarlos en el tribunal de Jesucristo nuestro Señor. Dios los llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo nuestro Señor. ¡Y Él es fiel!» (1 Cor 1, 5-9).

Dios es fiel, pero el pecado de muchos ha sido la infidelidad ante la vida.

Sabemos que existe el amor, pero nunca nos hemos entregado a él. Sabemos que el trabajo honrado dignifica nuestras manos, pero las guardamos en los bolsillos o hacemos el mal. Sabemos que no hay peor esclavitud que la de un vicio, pero nos encadenamos a algunos; sabemos que Dios “nos juzgará por el amor”, pero no dejamos de vernos todos los días en el espejo del egoísmo.

El Señor nos ha dado una vida y una tarea a realizar. San Marcos señala en su evangelio;

«Es igual a un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea… Velad entonces porque no saben cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a la medianoche, o al amanecer, cuanto cante el gallo» (Mc 13, 33-37).

Sí, sabemos que para todos vendrá la muerte algún día, en el momento más inesperado. Por eso, como dijo Francisco de Quevedo: «Dichoso serás y sabio habrás sido si, cuando la muerte venga, no te quitare sino la vida».

La consigna deberá ser orar trabajando y velar preparando el día del encuentro con el que nos dio el existir. La vida es breve y esperamos que cuando el Señor nos llame no nos encuentre dormidos.

Hoy reunidos le pedimos a Dios, como familia, como Iglesia de Cristo, por el descanso eterno de nuestros hermanos difuntos. Sabemos que la eficacia de nuestra oración, por los méritos de Cristo, les servirá a ellos. Pero también le pedimos por todos nosotros, que todavía tenemos que caminar un poco más por este mundo, para que el Señor nos conceda la gracia de la conversión y el hacer de nuestra vida una catedral donde pueda habitar Dios.

Llevémonos en la mente el verso de Manrique, que decía:

Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte,

Que hay que llenar nuestra vida, y así dar muerte a la muerte.

Y en confianza sepamos que nuestros hermanos no han muerto, sino que están junto a aquel que es la Vida, Dios mismo. Que ellos sean ahora quienes intercedan ante Dios por nosotros y que su alegría sea inagotable. Que nuestros muertos estén ante el Dios de todo consuelo, ante el amor que todo lo perdona, frente al Dios, justo Juez que desea compartir su vida infinita, frente al “amor que mueve el sol y las demás estrellas”, como llama Dante a Dios.

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