No debemos bajar los brazos

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XXIX Domingo de Tiempo Ordinario

Por: P. Miguel Ángel Ramírez González

¿Notaron la petición que hacíamos a Dios en este domingo XXIX en la oración colecta? Le pedíamos: “Dios nuestro, que has querido que tu Iglesia sea sacramento de salvación para todos los pueblos, de forma que así perdure la obra redentora de Cristo hasta el fin de los tiempos, despierta los corazones de tus fieles y haz que se sientan llamados a trabajar por la salvación de todos, con tanta mayor urgencia, cuanto es necesario que, de todas las naciones, surja y crezca para ti una sola familia y un solo pueblo”.

En esta familia que llamamos Iglesia, llamada por el concilio “sacramento de salvación”, le pedíamos a Dios que despertara todos los corazones y que nos ayudara para poder trabajaran por la salvación de los hermanos. Pero el contraste es, cabe señalarlo, impresionante con el mundo de hoy que no quiere escuchar a Dios ni su mensaje de salvación. Estamos en una “cultura de la muerte”, como la llamó el Papa Juan Pablo II, que ha ido generando una “civilización de la muerte”, y no es fácil predicar ni dar testimonio en un mundo así.

Hace tiempo di una charla a Padres de Familia. Tratamos el tema de las nuevas generaciones y los retos para la familia actual. Descubrimos varias cosas:

  • que hay un gran desconcierto sobre lo que vendrá en el futuro próximo, que no se ve nada halagüeño;
  • desconcierto por el clima de violencia; sí, desconcierto pues el mundo en que vivimos está llevándonos por derroteros de perdición;
  • es evidente que hoy hemos perdido los valores más bellos que nos habían legado nuestros antepasados;
  • tenemos un exceso de comunicación, pero que nos ha incomunicado entre nosotros;
  • pero, con todo, señalábamos que las personas están hambrientas de Dios y su mensaje, pues descubren que solamente con Él podemos salvar el mundo.

Recuerdo que algunos de los comentarios iban más sobre cómo poder enfrentarse a un mundo que quiere controlarlo todo por el dinero, la sensualidad o el poder, realidades que solamente han producido más diferencias sociales y violencia. La preocupación fundamental estaba en el clima familiar, que está también en crisis, y los valores familiares parecen desaparecer.

Si queremos evangelizar de nuevo nuestro mundo, tenemos que recordar que la fe en Dios no solamente debe significar que creemos en Dios, con todo lo que esto conlleva acerca de nuestra visión sobre el universo, la vida humana y la divinidad, sino que la verdadera fe nos debe hacer vivir nuestras vidas en una dimensión «teologal»: por «las obras», y en la «perseverancia». Sinónimos de un «vivir» en Dios y para Dios, y un seguir adelante, pero «no darnos por vencidos«.

Es verdad, como dijo San Pablo, Dios nos «ha elegido» para una vida nueva en Él, haciendo que la fe nos haga descubrir que todos los trabajos en esta vida son nada en comparación con lo que Dios nos ha prometido para la vida eterna, pero, aunque pequeños esfuerzos, son necesarios; decía a los de Tesalónica: “él lo ha elegido, pues cuando les anuncié el evangelio, no fue solo de palabra, sino también con la fuerza del Espíritu Santo y con plena convicción (1Ts 1, 5).

Debemos, pues, iniciar una nueva actitud de vida en confianza y serenidad, sabiendo que Dios nos ha llamado para llenarnos de su presencia y colaborar con nosotros en el estilo de vida bajo la luz del evangelio.

Esta reflexión acerca de la importancia de tener una actitud de fe en Dios y testimonio ante el mundo, me hizo recordar una anécdota. Resulta que en octubre de 1962 los Obispos habían rechazado el esquema del Concilio, y pedían la intervención del Papa. En la tarde llamó el secretario del Santo Padre Juan XXIII diciendo al Colegio que su Santidad no podía ir a inaugurar la asamblea ya que, como era «una tarde con un sol precioso», el Papa había preferido salir a dar la vuelta. Si podía ir, lo haría. Al final sí lo hizo, predicando uno de los más bellos discursos.

¿Cómo era posible -me preguntaba-, que con el grandísimo problema que tenía en el Concilio se diera el lujo de mandar a decir que era «una tarde con un sol precioso» y que prefería ir a pasear? ¿Por qué San Juan XXIII podía tener tiempo para ver la tarde, cuando los cientos de obispos estaban preocupados por la marcha del Concilio? ¿Qué no deberemos aprender a valorar la vida y el breve tiempo que tenemos de manera diferente a como lo hacemos hoy? Juan XXIII vivía en otra dimensión de fe y su confianza estaba totalmente en Cristo.

La imagen que nos regala la lectura del Éxodo (Ex 17, 8-13) es ilustrativa. Moisés ha llevado al pueblo por lugares en donde tienen que defenderse y, a veces, entablar la guerra para conquistar la Tierra Prometida. Ante el mundo violento al que llegaban los israelitas, el camino de la fe era la mejor arma que podían usar.

Hay una leyenda judía que dice que, luego que Moisés rompió con enojo las Tablas de la Ley, y que luego Dios le diera otras nuevas, Moisés guardó los pedazos junto a las Tablas de los 10 mandamientos en el arca o tabernáculo. La historia me ha gustado por su significado.

Esa imagen nos recuerda que la vida está llena de cosas buenas, de logros, de reconocimiento de la gente y de triunfos, pero también tenemos una cantidad igual o mayor de experiencias negativas como las frustraciones, matrimonios rotos, hijos desorientados, negocios que fueron mal, de frustraciones acumuladas por malas decisiones, de fracasos. Y en nuestra “arca” de la vida, debemos guardar y valorar tanto los logros como las tablas rotas. Harold Kushner, el rabino de Nueva York, platica que un maestro suyo, cuando celebraba un funeral, relataba a los dolientes el cuento griego de las aguas de Leteo. Según la leyenda, cuando la persona moría llegaba al límite entre la vida y la muerte, y tenía que cruzar el río. El barquero, les decía, que antes de partir podían tomar de las aguas del río Leteo, las aguas del olvido, antes de cruzarlo. Si bebían de ellas, olvidarían todo lo que les ocurrió en la tierra. Olvidarían los momentos dolorosos, pero también los dichosos; olvidarían las enfermedades y los rechazos, pero también los gozos de la salud y el amor. Es como si todo empezara de nuevo. Pero, si eliges no beber, pasarías a la eternidad con todos los recuerdos, buenos y malos. Casi nadie bebía de esas aguas. Moisés había tenido muchos éxitos, pero también terribles fracasos, como su ausencia con su familia, dejar solos a sus hijos y a su esposa con el suegro; costó mucho manejar las rebeliones frecuentes del pueblo, y como remate, que Dios no le permitiera entrar a la meta tan buscada de la tierra prometida.

La lección es clara, para Moisés guardar esos pedazos, era el recordatorio de sus fracasos, sus luchas personales y con el pueblo de Dios, pero que también formaban parte de su ser y de su misión. Dios ya le había dicho que por desconfiar de su palabra y haber golpeado la piedra para que brotara agua, no entraría a la Tierra Prometida, sino que la miraría desde lejos. No obstante, no dejó de luchar, nunca se dio por vencido, NO BAJÓ LOS BRAZOS EN SUS BATALLAS, sino que se comprometió a llevar al pueblo a la tierra prometida, aunque él la viera de lejos.

Ahora entienden por qué el texto del capítulo 17 del Éxodo (8-13), siempre ha sido para mí un texto clave para mi vida. “No bajes los brazos”, es mi consigna que me repito cuando hay tareas nuevas que emprender, caminos nuevos que andar o batallas que librar. Eso sí, guardo los pedazos de los fracasos y las tristezas, junto a los recuerdos de los logros y momentos dichosos en el “arca” de la memoria, que han sido como el humus sobre los que he construido mi vida, y he seguido adelante.

¿Sabían ustedes que el Papa Juan XXIII fue elegido Pontífice, debido a que, por su edad y achaques, era un Papa de transición (y él lo sabía)? Pero era como Moisés, pues sabía que la Iglesia debía seguir adelante y que ella era más grande que su vida, por lo que no tuvo miedo de convocar al concilio, el cual sería uno de los más grandes en la historia; no tuvo miedo en enfrentar a los monseñores de la curia que no querían cambios; Juan XXIII quería abrir las puertas de la Iglesia, y lo logró. Sabía que él no terminaría el Concilio, pero “levantó los brazos” para seguir luchando hasta el fin.

El querido Juan XXIII fue un hombre muy especial. Siempre tenía tiempo para todos: los obispos, los sacerdotes, los laicos y hasta los ateos tenían un lugar en el corazón y en la agenda del Papa Juan. Sabía que el tiempo de la vida es prestado, por lo que, además de disfrutar cada segundo, debía dar lo mejor de sí mismo a los demás, hasta el final de su vida.

Pues bien, el Papa Bueno, como se le conoció, escribió algo muy bello; su DECÁLOGO DE LA SERENIDAD, que, creo yo, nos ayudaría mucho a nosotros, sobre todo cuando vemos en nuestra Arca de Recuerdos que hay muchos pedazos rotos; ahora que vemos un mundo que es difícil enfrentar, pero que es allí donde Dios nos quiere. En su «Diario del alma» (que es su autobiografía) anota que ya desde sus días de seminario se había propuesto poner a Dios en el centro de su vida, y desde él y por él hacer todo con fe y esperanza, y que el tiempo transcurriera, no en sus manos de barro, que todo lo pierden,

sino en las divinas, que todo lo atesoran. Siendo muy joven escribió su decálogo, el cual cumplió puntillosamente toda su vida. Yo lo llamo el decálogo de la serenidad:

  1. Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente el día, sin querer resolver los problemas de mi vida todos a una vez.
  2. Sólo por hoy tendré el máximo cuidado de mi aspecto: cortés en mis maneras, no criticar‚ a nadie y no pretender corregir a nadie sino a mí mismo.
  3. Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la felicidad, no sólo para el otro mundo, sino para éste también.
  4. Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias, sin pretender que las circunstancias se adapten a mis deseos.
  5. Sólo por hoy dedicaré diez minutos a una buena lectura; recordando que, como el alimento es necesario para la vida del cuerpo, así la buena lectura es buena para la vida del alma.
  6. Sólo por hoy haré una buena acción y no lo diré a nadie.
  7. Sólo por hoy haré por lo menos una cosa que no deseo hacer; y si me sintiera ofendido en mis sentimientos, procurar‚ que nadie se entere.
  8. Sólo por hoy haré un programa detallado. Quizá no lo cumpla cabalmente, pero lo redactaré. Y me guardaré de dos calamidades: la prisa y la indecisión.
  9. Sólo por hoy creeré firmemente -aunque las circunstancias demuestren lo contrario- que la buena Providencia de Dios se ocupa de mí como si nadie más existiera en el mundo.
  10. Sólo por hoy no tendré temores. Sobre todo, no tendré miedo de gozar de lo que es bello y de creer en la bondad.

Así es, no debemos tener temores pues el amor misericordioso y providente de Dios se ocupa de nosotros como si no hubiera nadie más en el mundo. Muchos quieren bajar los brazos de la vida y dejarse vencer por los retos, pero Dios nos dice que no lo hagamos, que sigamos luchando; nos dice que la batalla debe seguir, y que contamos con Él. Miremos nuestra “arca” de la memoria, y veamos que esos pedazos han sido como escalones para subir, y que lo bueno en nuestras vidas, es fruto del amor de Dios y de su gracia que nunca nos ha abandonado. El Salmo 120 lo señala: “El Señor te guarda de todo mal / Él guarda tu alma / el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre”. Amén.

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