DIOS ESTÁ SIEMPRE ACONTECIENDO

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Por: Ricardo Tobón Restrepo – Arzobispo de Medellín

Cuando se excluye a Dios, el tiempo se convierte en un tirano que nos devora; de ahí que nos pueda esclavizar hasta un reloj. El período de Adviento que estamos celebrando nos lleva a pensar en el largo tiempo en el que la humanidad ha buscado a Dios; en Dios que, al encarnarse en Cristo, se ha acercado a nosotros inaugurando la plenitud del tiempo; en la espera del Señor que volverá para consumar la creación; en el tiempo que nos es dado para realizar con responsabilidad nuestra vida y nuestra misión. Así, el Adviento nos invita a encontrar en el presente el sentido del pasado y del futuro.

La Iglesia no mide el tiempo según los proyectos políticos o mercantiles del año fiscal, sino según su caminar con el Señor siguiendo los pasos de su vida, desde el nacimiento hasta la glorificación. El tiempo nos ha sido dado no para gastarlo “en comilonas y borracheras, no en lujurias y desenfrenos, no en rivalidades y envidias” (Rom 13,13), sino para conocer más íntimamente a Jesucristo y conformar nuestros pensamientos, palabras y acciones con los suyos. El tiempo es la oportunidad para vivir el Evangelio, para aprender a amar, para realizar la propia misión, para construir un mundo nuevo.

Por eso, el Adviento nos presenta la historia como una realidad en la que se vislumbra la bondad de Dios y en la que el ser humano se debate entre el anhelo de hacer el bien y las atrocidades del mal. El Adviento no es solo una memoria del pasado o un anhelo hacia el futuro, sino también un hoy que reclama nuestra responsabilidad para alcanzar la salvación. Es un tiempo para confrontarnos con el plan de Dios desde el abismo de nuestros pecados y desde las grandes posibilidades que tenemos para entrar en comunión con Él y ponernos al servicio de su proyecto de salvación.

La angustia más profunda es ver cómo entre los lamentos y la actuación permanente de Dios, experimentamos cada día la incapacidad de transformar realmente la vida y la historia, ver cómo las fuerzas del mal siguen agobiando. Viene entonces la pregunta: ¿para qué la evangelización, la celebración litúrgica y toda la acción pastoral si al fin permanecemos sumergidos en nuestras miserias? Ante esta realidad, urge volver a lo esencial que Jesús nos ha traído. San Marcos lo presenta transmitiéndonos su primer anuncio: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca” (Mc 1,15).

En esas palabras se resume toda la historia de Israel; después de pasar por la dominación de las potencias de su tiempo y probar varias formas de gobierno, este pueblo aprendió que cuando dominan los hombres ocurren muchas desventuras; esa experiencia de servidumbre y desengaño hacía cada vez más fuerte el clamor: “Ha llegado el tiempo. Es grande la esperanza que producen estas palabras”. Pero luego, ante la realidad, sentimos también el desencanto y la discordancia entre lo que se espera, lo que nos ha sido dado y lo que se logra vivir.

Cierta praxis cristiana circunscribió el Reino de Dios al cielo y la salvación al estado del alma después de la muerte. Sin embargo, el Señor no habla sólo del alma y del más allá, sino que llama a toda persona humana a que aquí y ahora comience a vivir la paz, la justicia y el gozo que luego se realizarán en plenitud en la eternidad. El Reino de Dios debe instaurarse la verdad y el amor de nuestra sociedad y en nuestras vidas. Por eso, siempre el Adviento para nosotros. No hay una separación entre justos y pecadores, sino que todos somos peregrinos en una historia indivisible, marcada por la miseria y debilidad del hombre y situada bajo el compasivo amor de Dios que a todos nos abraza.

Debemos comprender el Adviento no como el recuerdo de una época que pasó o como la espera de una realidad que llegará, sino como la marcha de la humanidad entre sus tinieblas y el resplandor de Dios. Esto significa que Dios no está en el pasado de una época precedente ni llegará sólo en el futuro. Dios está siempre aconteciendo y debemos salir a su encuentro y abrirnos a su poder y a su luz. Él se oculta en la fragilidad de un niño envuelto en pañales y en el abandono de un crucificado. Pero cuando lo permitimos llegan la verdad y el amor, las realidades en las que Dios acontece y reina.

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