Ser periodista no es copiar y pegar: el rigor que se perdió como el premio de la Lotería

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Por: Aldrin García Balvin

Ser periodista, de verdad —no de los que tienen una cuenta en redes, ansiosos de clics—, no es publicar lo primero que se ve en redes, porque lo compartió un tuitero famoso o porque un comunicado oficial lo dijo con ligereza. Ser periodista de verdad implica investigar, verificar y entender lo que publica.

Eso que antes llamaban profesión, ejercida con toda rigurosidad; que luego se convirtió en un oficio, ejercido todavía con algo de rigurosidad; eso que llegó a ser considerado por Gabriel García Márquez “el oficio más lindo del mundo” y, por tanto, respetado, hoy parece más raro que pegarle al premio mayor de la lotería… y sin comprar el billete.

El último ejemplo del periodismo a la carrera lo vivimos con el gran escándalo del subgerente de la Lotería de Medellín, Rubén Callejas. La historia prometía: un funcionario, su esposa y un premio de miles de millones. Tenía todo para prender las redes, incendiar los chats y llenar de titulares los portales. Y claro, muchos corrieron a compartir la noticia sin tomarse el trabajo de preguntar, confirmar o, al menos, leer bien el número del sorteo. Porque, mientras el rigor periodístico estaba de vacaciones, la creatividad para armar teorías se desbordó: “que la esposa ganó el premio mayor de 16.000 millones”, “que el sorteo fue el viernes pasado”, “que todo huele a trampa…” y así, como bola de nieve, fue creciendo la desinformación.

Lo más gracioso (o triste, según se mire) es que algunos anunciaban el fraude desde la mañana del viernes, horas antes de que se jugara el dichoso sorteo que como muchos saben, se realiza en la noche del viernes.

Otros ni se sonrojaron al decir que fue el sorteo más reciente, con un número equivocado y una cifra inflada, cuando en realidad todo pasó en mayo y el premio fue de un seco de mil millones. Detalle sin importancia para los cazadores de likes.

Pero claro, como hoy ser periodista parece ser sinónimo de compartir lo que está de moda en redes o repetir lo que dice un comunicado sin contrastar, pocos repararon en que hasta organismos oficiales se dejaron contagiar por el virus de la desinformación. Se anunció investigación, sí, pero citando el sorteo que no era. Y de paso, ¡cómo no! el tema se volvió combustible para discursos políticos porque, al fin y al cabo, ¿qué sería de un escándalo sin un buen aderezo de intereses?

Lo que no muchos cuentan es que bastó que un par de periodistas —de esos que todavía se esfuerzan por hacer bien su trabajo— se tomaran la molestia de buscar a las fuentes correctas, leer los documentos, preguntar a quienes realmente sabían del asunto. Y allí, en ese pequeño esfuerzo de oficio, la ficción se cayó: no hubo premio mayor de 16.000 millones, no fue el sorteo más reciente, no hubo fraude. Hubo, sí, un episodio mal contado, amplificado sin filtro y peor replicado.

Este episodio deja varias moralejas que deberían estar colgadas en la pared de toda redacción (y de paso en el escritorio de más de un tuitero con ínfulas de reportero):

La primera: la coherencia y la verificación no son opcionales en periodismo, aunque Twitter esté en llamas pidiendo la cabeza de alguien.

La segunda: los comunicados oficiales también pueden venir errados, y tragarlos enteros es tan arriesgado como jugarle a un número sin revisar.

La tercera: los buenos periodistas —esos que contrastan datos, que ponen los hechos en contexto, que hacen la tarea completa— son más necesarios que nunca en esta era de la infoxicación. Gracias a ellos, los que sí investigamos, supimos que no hubo un fraude de película, sino más bien un capítulo de suspicacia mal gestionada y mal contada.

Así que la próxima vez que escuchemos que “la esposa de un funcionario se ganó la lotería”, conviene no indignarse de inmediato y esperar a que alguien con rigor confirme si lo que circula es cierto o es sólo otro boleto premiado en el sorteo de la desinformación.

Porque, al final, a algunos nos critican y nos señalan diciendo que no somos periodistas, pero los que se llenan la boca con el título y los años de experiencia son los que muchas veces terminan publicando errores de tamaño mayor. Qué ironía, ¿no?.

Gracias a Dios, mi maestro de periodismo siempre me enseñó y defendió una máxima que hoy cobra más vigencia que nunca: “No se trata de ser el primero en publicar ni de correr tras la chiva; se trata de ser el primero en publicar la verdad, con rigor, investigación y consultando las fuentes”. Porque el buen periodismo no es cuestión de velocidad, sino de responsabilidad.

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