Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Mi abuelo Pablo Álvarez Maya era un minero de las orillas del río Porce. Dotado de la altura corporal y el vozarrón de los Maya, hasta llegó a ser capataz de La Bramadora, la mina más grande que existió en esas vegas auríferas.
Muchas de las historias que me han contado sobre las lomas del cañón del río van de la mano de los tragos aguardienteros que el viejo dizque se pegaba. Todas arrancan desde el sitio donde caía el salto de Guadalupe e iban hasta los predios del Limón, en Anorí.
Por mi recuerdo pasan entonces fugaces nombres de veredas, quizás desaparecidas con las represas que allí se hicieron y donde seguramente son miles las anécdotas que quedaron sepultadas sin que el novelista de la región, Dasso Saldívar, las incluyera en las narraciones de Los soles de Amalfi.
Por estos días, empero, confundo leyendas con realidades cuando veo que, a la salida de la presa de Porce III, han quemado varias retroexcavadoras de última generación que dragaban a montón lo que mis antepasados debieron sacar a pico y pala.
Según EPM, esas manos tan trabajadoras como las de mis abuelos y bisabuelos estaban buscando oro sin pedirle permiso al Estado bogotano, que se rige en asuntos mineros por leyes redactadas y aprobadas por los influyentes comerciantes del metal. Dicen que hasta jarillón hicieron con esas dragas, buscando saciar su sed de oro.
Ya no existe; lo destruyeron antier, igual a como quemaron las costosas dragas para dizque defender las bases eternas del muro de la represa y la tal legalidad.
Lo que sí sigue existiendo son las leyes prohibitivas para la explotación aurífera. Y, obviamente, la envidia y la ambición que, en el fondo, son las que verdaderamente mueven estas denuncias para volverlas espectáculo y así hacerles saber a los paisas emprendedores que siguen buscando oro en las vegas del Porce, que la ilusión se estrella contra la humillación cuando la ejercen los poderosos, porque hoy y siempre ella ha encarnado la idea de que es la fuerza bruta la que consagra la razón.