Ellos estuvieron cuando los necesitaste. Hoy te necesitan a ti

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Por: Aldrin García Balvin – Director de Totus Noticias

Hoy, jueves vocacional, quiero mirar —y también invitarte a mirar— hacia aquellos que han sido los pilares silenciosos de nuestras parroquias, comunidades y colegios: los sacerdotes mayores. Hombres que dedicaron su vida entera a servir, acompañar y anunciar el Evangelio, y que hoy, en muchos casos, enfrentan la vejez desde el rincón del olvido. Sus nombres no siempre aparecen en redes sociales, sus fotos no circulan con miles de “me gusta”, pero sus manos tienen la huella de cientos de bautismos, misas y consuelos que marcaron la vida de muchos.

Lo más triste es que, en algunas comunidades, esos sacerdotes que lo dieron todo, hoy son vistos como un “estorbo”. Ya no están en el centro de la vida parroquial o pastoral, ya no se les consulta ni se les valora. Algunos son desplazados, ignorados o enviados a casas donde nadie los visita. Como si su tiempo ya hubiera pasado. Como si su corazón no siguiera latiendo por el pueblo que tanto amaron.

La Iglesia está llena de historias de sacerdotes que bautizaron generaciones completas, que lloraron con las familias en los duelos, que acompañaron a los enfermos en los hospitales y que sostuvieron comunidades enteras en medio de la violencia o la pobreza. De nuestras comunidades, de nuestras parroquias o en nuestros colegios, cuando tuvimos la fortuna de ser formados por ellos, tuvimos también el privilegio de aprender de muchos sacerdotes que, con paciencia y entrega, nos guiaron con el ejemplo. Y ahora, en su vejez, muchos viven en soledad. Algunos ni siquiera tienen familia propia, porque su única familia siempre fue su parroquia. Y esa misma familia, hoy, parece haberlos olvidado.

He conocido sacerdotes mayores que siguen celebrando misa con dificultad, que aún se levantan temprano para confesar, aunque sus rodillas les duelan. Que nunca supieron cantar, pero muchas veces lo intentaron porque no había coro. Que no dominan la tecnología, pero durante décadas anunciaron el Evangelio con fe y creatividad. Que jamás se robaron una foto, ni fueron virales y mucho menos hicieron un TikTok, pero sí fueron pastores fieles, discretos y entregados.

La gratitud no es solo una palabra bonita. Es una actitud concreta. Y con nuestros sacerdotes mayores, la gratitud se traduce en acompañarlos, en escucharlos, en no dejarlos solos. No se trata de darles un reconocimiento una vez al año y olvidarlos el resto del tiempo. Se trata de estar ahí, como ellos estuvieron tantas veces para nosotros.

En un mundo que idolatra lo joven, lo novedoso y lo popular, olvidamos que hay un valor sagrado en la experiencia, en la memoria viva de quienes caminaron antes que nosotros. Nuestros sacerdotes mayores no son «el pasado» de la Iglesia; son su raíz. Y una Iglesia sin raíces corre el riesgo de desdibujarse, de perder su alma.

¿Quién acompaña hoy al sacerdote anciano que ya no tiene comunidad asignada? ¿Quién lo visita en su casa cuando ya no puede salir? ¿Quién le dice: “gracias por tanto”? No podemos permitir que aquellos que nos acompañaron en los momentos más importantes de nuestra vida —un bautismo, una boda, un duelo— terminen sus días sin compañía ni cariño.

Esta columna es un llamado, no solo a orar por ellos, sino a actuar. A escucharlos, a darles un lugar en nuestras comunidades, a valorar su sabiduría. Ellos no necesitan lujos ni homenajes. Necesitan saber que no fueron olvidados, que su vida valió la pena, que sembraron en tierra fértil. Necesitan sentirse parte, no carga.

La vocación no se jubila. El corazón del sacerdote sigue siendo de Cristo, aun cuando el cuerpo ya no le responde igual. Que nuestras comunidades sepan abrazarlos, no solo físicamente, sino con gestos concretos de afecto, de cercanía, de respeto. No se trata de tener compasión, sino de tener memoria agradecida.

A ti que lees esto, te invito: ¿conoces a un sacerdote mayor? Llámalo. Escríbele. Ve a visitarlo. Dale las gracias. Porque gracias a ellos, hoy tenemos fe, sacramentos y comunidad. Ellos lo dieron todo por nosotros. Que no nos gane la ingratitud.

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