XVIII Domingo de Tiempo Ordinario
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
Este domingo, el centro de la reflexión que nos ofrece la Sagrada Escritura, está en las palabras que Jesús dijo a la multitud, con motivo a una pregunta que hizo una persona respecto a las herencias: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea” (Lc 12, 14), que es como si dijera que el hombre no debe medirse por las riquezas, ni por la cantidad de bienes que posea. Las palabras de Jesús son como el eco de las palabras del Cohélet o Eclesiastés: “todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión”.
¿Por qué esta advertencia de Jesús y del Cohélet? ¿Existe algo bueno en los bienes materiales para que puedan ser deseados y buscados por el hombre? Creo que la respuesta es “sí”, existe algo bueno en todas las cosas, pero, tendríamos que añadir que siempre y cuando no se conviertan en ídolos para adorar y en obsesiones que nos quitan el sueño.
Tuve la oportunidad de trabajar con niños muy pequeños, y me emocionaba verlos jugar a la hora del recreo. Eran capaces de divertirse con las cosas más simples, y sorprenderse con las cosas más baladíes que se puede uno imaginar. Y comprendí por qué Jesús invitaba a “hacerse como niños” para poder entrar en el Reino. La tragedia es que, entre más maduramos y envejecemos, a fuerza del contagio del mundo, nos hacemos muy complicados, nos esclavizamos a las modas y a todo lo que el mundo materialista ofrece, de modo que cada día nos vamos convirtiendo en esclavos de algo.
Una ocasión, un amigo sacerdote comentó en una charla una “parábola” que me impactó, pues explicaba con exactitud lo que señalaba yo poco antes. Dice así:
“Una historia cuenta que en un país donde la gente mayor, trabaja que trabaja, vivía atareada en una sola cosa: construirse su propio pozo.
Una vez construido, tenían la curiosa costumbre de vivir allí dentro. Se afanaban para que no les faltara ningún detalle en su nuevo hogar. En su interior vivían confortablemente y no tenían deseo alguno de salir para ver el mundo que les rodeaba. Les bastaba el pequeño retazo de sol que podían ver todos los días mirando hacia arriba. Tanto esto era así que, se decían a menudo, ‘¿salir, para qué, si aquí estamos muy bien?’.”
Es verdad, poner el corazón en las cosas materiales es reducir nuestro mundo poco a poco, hasta que creemos que eso es todo lo que podemos necesitar.
Por el contrario, el Evangelio de Cristo es el camino de la libertad y la felicidad plena, que va en sentido contrario, para indicar que entre más sale el hombre de sí mismo, más relativiza el mundo de las cosas, y más aprovecha cada día que Dios le concede; en otras palabras, es más libre y feliz. Jesús dice que el hombre se realiza y es feliz en la medida en que “es”, mientras que el mundo propone como meta el “tener”.
Joan Chitistter, monja benedictina, dice en uno de sus libros, citando al Abad Zózimo, monje del siglo V que “con razón dijo en cierta ocasión un sabio que el alma tiene tantos señores como pasiones”. Y ya el apóstol Pedro había dicho que “las personas son esclavas de cuento las domina”. Cierto, ¿cómo afecta eso en nosotros? ¿Algo domina nuestras vidas? Añade la religiosa de forma atinada: “Encadenados al momento presente por la inquietud, la ira, nuestros miedos, adicciones, ansiedades y estrés ‒cualquiera que sea nuestro combate espiritual de cada día‒, la búsqueda de la libertad en un mundo en perpetuo movimiento es una tarea permanente.”
Es cierto, pues solamente el hombre libre de verdad puede amar y optar por lo que es bueno y verdadero. Pero es terriblemente triste que, en ninguna parte del mundo, y a lo largo de toda la historia, hayamos podido erradicar del corazón del hombre todo tipo de esclavitudes.
Jesús era un gran pedagogo, para enseñar que el valor verdadero de las cosas está en otra parte. Por eso Pablo dice a los de Colosas que, si hemos resucitado con Cristo, “busquen los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; espiren a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3, 1-5.9-11)
Podemos verlo, por ejemplo, cuando a Zaqueo le muestra que el camino de la felicidad es el dar; no le pide que regale todos sus bienes, sino que los comparta. A la mujer samaritana, nunca la condenó ni rechazó por su vida sexual desordenada, simplemente le hizo ver que, por su estilo de vida, estaba hundida en un pozo de insatisfacción, de necesidad, de soledad y de pobreza espiritual. Pero, cuando el mismo Señor le ofrece el “agua de vida” que es Él y que quita la sed existencial, entonces ella despierta y le pide: “dame siempre de esa agua”.
Ese es el camino de la gracia, descubrir que hay una realidad más grande y de mayor plenitud. Descubrir que hay cosas mejores y mayores que las que hemos contemplado en nuestro “pozo”. Descubrir que el hombre tiene por meta a Dios, y es en esta tierra fértil de la fe, donde podrá crecer, producir frutos, ser felices y libres.
Pero sigamos. La segunda parte del relato dice así:
“Hasta que un buen día, un niño que había nacido y vivido siempre en uno de aquellos pozos, hastiado de ver siempre lo mismo, y picado por la curiosidad, se arriesgó a subir a la superficie: ¡y se quedó maravillado ante aquel panorama que contemplaba!: el mundo de fuera estaba lleno de cosas interesantes. Rebosando de alegría bajó a contárselo a toda la gente de los pozos. Pero nadie quiso hacerle caso. Grita que grita, iba de un pozo a otro… Pero sus llamadas no tuvieron éxito.”
Es cierto, lo que el mundo busca es que vivamos como esclavos. La Iglesia, como el niño de la historia, ha gritado repetidamente sobre la fuerza liberadora del Evangelio, pero la humanidad no hace caso. Ahora bien, Jesús nunca condenó los bienes terrenos porque fueran malos, o los satanizó como algo maldito, pero sí advirtió que muy fácilmente podemos esclavizarnos por ellos, especialmente de las riquezas y el poder. La lección a la larga es clara: Juan Bautista murió por defender la verdad proclamada en la Ley; Cristo murió por ser fiel al Reino y a la voluntad del Padre. Hoy el mundo buscará seguir matando la verdad y la belleza porque quiere “borregos”, no hombres libres.
Dostoievski escribe un capítulo impresionante en su obra “Los hermanos Karamazov”. En esta historia-parábola, Cristo decide regresar a la tierra, no porque fuera el fin de los tiempos, sino atendiendo a la oración de muchos que piden su presencia, pues el mundo camina mal. Y es en Sevilla donde aparece, en la época de la Inquisición, en medio de un mundo que no quiere verdades sino ajusticiados. “Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen”, describe Dostoievski la presencia de Cristo. Más tarde, resucita a una niña, lo que hace que el pueblo alabe a Dios por el milagro. Pero aparece el gran Inquisidor, que se dirige directamente a Jesús y lo hace apresar por los esbirros, quienes lo conducen a la cárcel. En la prisión lo interroga y amenaza:
“No hables, calla. ¿Qué podrías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo… No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda..”.
Y luego, tenemos un largo monólogo de casi 10 paginas, apretadas de texto, señalando que desde su resurrección el hombre de hoy ya no quiere realmente su presencia, porque aceptar a Cristo significaría vivir la verdad, pero eso implicaría vivir libres, como hijos de Dios, pero prefieren vivir en la mentira y la comodidad que en la libertad. El hombre quiere milagros, quiere piedras convertidas en pan, pero no quiere la verdad ni la libertad.
Nuestro mundo quiere sucedáneos de la dicha, quiere un mundo sin restricciones de ningún tipo, quiere decidir lo que es bueno y lo malo al margen de la Ley de Dios, QUIERE, COMO HERODES, VIVIR SIN LA VERDAD, Y PREFIERE SER ESCLAVO DE SUS PASIONES QUE LIBRE PARA DIOS Y EL EVANGELIO.
El autor del Eclesiastés era un hombre terriblemente realista y conocedor del corazón humano, que habla de la desordenada necesidad que tiene el hombre de “tener”: “Hay quien se agota trabajando y pone en ello todo su talento… y tiene que dejarle todo a otro que no lo trabajó”. El mismo autor señala en otro sitio: «El amor a las riquezas en nada aprovecha» (Eclo 2, 17; 5,9). Y si tenemos la oportunidad de poseerlas porque nacimos en buena cuna, el salmista previene de ellas en el salmo 61: «Si abundan las riquezas, no les des el corazón» (Sal 61, 11). Sobre todo, no podemos olvidar que el gran tesoro que nos dejó Dios en las manos es el tiempo.
Jaime Sabines, el maravilloso poeta chiapaneco, dice:
Cada día, hijo mío, que se va para siempre, me deja preguntándome: si es huérfano el que pierde un padre, si es viudo el que ha perdido la esposa, ¿cómo se llama el que pierde un hijo?, ¿cómo, el que pierde el tiempo? Y si yo mismo soy el tiempo, ¿cómo he de llamarme, si me pierdo a mí mismo?
Es verdad, amén de vida fugaz, el hombre debe saber valorar sus días, aquilatar sus acciones, decidir por Dios o contra Él, ser libre o esclavo, aceptar la salvación o, como Judas, preferir el destino de las tinieblas o la muerte eterna. ¿Cómo he de llamarme si me pierdo a mí mismo?, preguntaba Sabines; pues bien, el Evangelio los llama “necios”, pues tuvieron la luz y caminaron en tinieblas; tuvieron la gracia de Cristo y la despreciaron; pudieron amar y prefirieron el odio y el rencor, tuvieron la libertad a la mano, pero prefirieron el pozo de la esclavitud, tuvieron el tiempo y fue desperdiciado.
Para el Nuevo Testamento existen solamente dos «tesoros» verdaderos que debemos buscar: Dios y su Reino, a quien se le debe dar el corazón y el ser mismo, y la vida, que es el don más preciado y que se debe hacer crecer y luego repartir. Pero, hacemos lo contrario, pues a Dios lo sustituimos con nuestros ídolos y, en lugar de “vivir” en plenitud, el hombre termina por destruir el único tesoro, la única riqueza que le fue otorgada, desperdiciando el tiempo que se le ha otorgado y destruyendo el cuerpo con vicios de todo tipo: “nos perdemos a nosotros mismos”.
En el Evangelio, la parábola nos describe a un hombre terriblemente estúpido que desgasta sus fuerzas por acumular riquezas, sin darse cuenta de que la muerte está a la puerta de su propia casa. Dije hace un momento que ese hombre acusaba una terrible estupidez, porque la Biblia llama así a aquellos que olvidan que son mortales y que no consideran que su vida es breve. Por algo el Salmo 89 nos recuerda que “nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana y por la tarde se marchita y se seca”. Después el salmista le pide a Dios que le de su luz, que le conceda la inteligencia y la sensatez para “ver lo que es la vida”.
Además, Jesús hace extensiva la aplicación al indicarnos que podemos esclavizarnos de cualquier cosa, no solamente del dinero. San Pablo hace un breve listado de las «esclavitudes» que vivían las personas de su tiempo: “la fornicación, la impureza, las pasiones desordenadas, los malos deseos, la avaricia, que es una forma de idolatría” (Col 3, 1-5).
En muchas cosas podemos ser esclavos; al menos tenemos zonas muy grandes de esclavitud que piden hoy ser liberadas. San Pablo nos dijo que “para ser libres nos libertó Cristo”. Y Jesús nos enseñó que la verdadera libertad se comienza a construir cuando empezamos por amar, cuando queremos ser cada vez más generosos, cuando ponemos a Dios en el lugar que debe ocupar en nuestras vidas, el primero; cuando preferimos la libertad interna a la esclavitud, cuando optamos por la verdad y la belleza interior,
que no la mentira y la fealdad. Hay que “hacernos ricos de lo que vale ante Dios”. Así es, buscar y atesorar esos “bienes de arriba, donde está Cristo… pongan todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra, porque han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios”.
Así es, hermanos, sólo se es libre para crecer como personas, para amar más o construir mejor. Sólo es libre quien no ha permitido ser esclavo de algo o de alguien. Sólo se es libre si un día, por impulso de la gracia, decidimos salir del pozo que hemos trabajado por tanto tiempo. Recordemos solamente que hay mucha gente que daría la vida por conseguir la libertad; pero pocos están dispuestos a emplear su libertad para construir sus vidas.