VI Domingo de Pascua
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
Brennan Manning, sacerdote norteamericano, dice que Jesús, el Hijo de Dios, vino por todos los que se acojan a su amor misericordioso, no importa quiénes sean ni lo que hayan hecho; luego, de forma muy curiosa añade: “vino por los ejecutivos, la gente de la calle, las superestrellas, los granjeros, los adictos, los cobradores de impuestos, las víctimas del SIDA y hasta por los vendedores de automóviles”. Jesús les predica a todos sobre el perdón, les dice que a los ojos de Dios todos valen una riqueza incuantificable, dice que a todos les va a preparar una habitación en la casa del Padre Dios, y afirma que no tengamos miedo a nada, ni siquiera a la muerte.
Pero, añade Manning que, por desgracia, “cada generación de cristianos intenta atenuar el brillo de su luz, porque el evangelio les parece demasiado bueno para ser cierto”. Y añade una frase terrible: “muchos cristianos viven en el hogar del temor, no del amor”. Y quien vive en el temor no puede amar, no puede confiar, no puede cambiar de vida, no puede tener paz en su interior.
San Juan en su Evangelio va revelando poco a poco el misterio de Jesús, Señor de la vida y revelación total del Padre. El capítulo 14 es un bello y largo discurso: Cristo ha celebrado ya su última cena, ha lavado los pies a los apóstoles para hablarles del amor servicial. Ahora, cerca ya de su entrega para la muerte en cruz, se despide de los apóstoles y les da sus últimas recomendaciones, así como la promesa de un gran “regalo”. ¿Cuáles son estas recomendaciones?: que debemos amar a Jesús para amar a Dios Padre; que debemos cumplir la voluntad de Jesús para poder vivir en relación con él y con Dios Padre y, sobre todo, les anuncia la llegada del Don maravilloso del Espíritu que recibirá la Iglesia: “… el Consolador, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho” (cf. Jn 14, 23-29). Este don del Espíritu, que Juan llama Paráclito o “el que consuela”, no solamente enseñará y santificará, sino que hará que los creyentes vivan de un modo diferente, en un manera que nunca antes se había vivido. El Espíritu es el DON MESIÁNICO por excelencia que, en el lenguaje de san Juan, es PAZ, VERDAD, LUZ, VIDA Y GOZO; por eso dice Jesús: “no pierdan la paz ni se acobarden”. Esta frase recuerda el libro del Apocalipsis (21,8) donde son malditos los cobardes, es decir, los que no tienen el coraje de vivir la verdad en un ambiente que es, con seguridad, hostil3; son los que flaquean en su fe en momentos difíciles de la vida; para los cristianos de las primeras generaciones el miedo significaba falta de fe en Jesús.
Y creo que este aviso es importante para nosotros en el tiempo de noticias bastante pesimistas sobre el caminar del mundo y el aumento de la violencia en todas partes; en el mundo que solo sabe transmitir desconcierto y temor, de modo que se invita más bien a la desesperación, que no a la confianza ni al amor.
La invitación de Jesús a vivir en paz y sin miedos nos hace ver que deberían confiar en Él incluso cerca de la muerte, dando en ella testimonio de Cristo. Brennan Manning dice acertadamente: “Tenemos el poder de creer, cuando otros niegan; de tener esperanza, cuando otros desesperan; de amar, cuando otros hieren”. Es cierto, todo eso bajo una luz, la luz de la Pascua.
LA FIESTA DE LA PASCUA ES COMO UNA MONEDA: DE UN LADO ESTÁ EL VIERNES SANTO Y LA MUERTE, POR EL OTRO ESTÁ EL DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN; la primera es portal de la segunda; es decir que la muerte es el paso hacia la vida. Por desgracia, me temo que no haya tema menos periodístico que este; nadie quiere hablar de morir para vivir, porque la simple idea de que el hombre ha de morir es el gran tabú de nuestra civilización, una especie de asunto que no gusta ser tratado, que ni se menciona en la buena o en la mala sociedad. Se habla en todo caso de la muerte de los otros. Jamás de la propia. La razón es que un mundo que pone toda su confianza en lo material, difícilmente podrá creer que viene a nosotros “un cielo nuevo y una tierra nueva”.
El cristiano que vive la fe sabe amar como Jesús, cree en el amor del Padre que nos ha dado por Cristo y, aunque siente algo de intranquilidad por el morir, sabe que la muerte ya ha sido vencida por Jesús. Aquí está la raíz de nuestra confianza y nuestra PAZ.
En los siglos pasados se hablaba en el púlpito de la muerte y del infierno, casi obsesivamente; casi no había prédica que no amenazara de la muerte, del juicio y la condenación eterna. Hoy, por el contrario, no queremos hablar del fin de la vida y mucho menos de la posibilidad de un juicio final. El gran problema de no mencionar estos temas es que, no hablar de un juicio final, es creer que Dios no se interesa por lo que somos o hacemos, bueno o malo, a lo largo de la vida; y no hablar de la muerte nos ha hecho fallar para comprender el sentido de la vida. Es verdad, hablar de la muerte y aceptarla como tal, significa que la gente ha logrado mirar a su propio fin con serenidad, que ha sabido asumirla como una parte real y normal de su propia vida y que, a partir de esa certeza, toma redobladas fuerzas para sacarle más jugo a sus muchos o pocos años de vida que le quedan.
Todos, claro está, tenemos una pizca de temor, alguna forma de miedo a morir, ¿por qué no confesarlo? ¿Por qué no decir sin rodeos que la verdadera valentía no consiste en no tener miedo, sino en tener el suficiente amor como para superarlo, la suficiente fe para seguir caminando, y la suficiente madurez para descubrir que la vida ha valido la pena?
He terminado de leer un libro que vale cada página, de título “El loco de Dios en el fin del mundo”, de la pluma del escritor español Manuel Cercas. Dicho Don Manuel es un ateo declarado, que no siente ni siquiera curiosidad por la existencia de Dios; podemos decir que refleja muy bien la situación del mundo actual, que ha dejado de creer en Dios, buscando la felicidad solamente en esta vida.
De pura casualidad, un día se encontró en Roma con un personaje importante del Vaticano, que le solicitó que escribiera una vida o reflexiones sobre el Papa Francisco. Al principio no puede creerlo: ¿Sabe quién soy yo?, pregunto. “Sí, por supuesto”, respondió el personaje, por eso pedimos que sea usted quien escriba sobre el Papa. Al final, Manuel Cercas se animó a hacer esa tarea para poder preguntar personalmente al Papa, y poder responder a su madre: “¿después de muertos, nos volveremos a ver?”, pues ella le decía que se sabía cristiana, pues creía en la resurrección y estaba totalmente segura de volver a encontrarse con su esposo, a quien amó mucho. Debido a esa pregunta, Manuel decidió viajar con el Papa por medio mundo y preguntarle, en nombre de su madre, sobre la resurrección.
El Papa le dijo al incrédulo Manuel que el cristianismo no es una ideología, ni un manual de creencias religiosas, sino que es una persona: Jesucristo. Pero Jesucristo muerto y resucitado. El Papa argentino le dijo al incrédulo, mientras viajaban en el avión, que Jesús prometió regresar por sus amigos y que, dicha promesa se extendía a todos los que, por la fe y el amor, se adhieren a Él y viven su vida como un homenaje de amor y de entrega. ¿Qué palabras dijo el Papa?:
“Pero es así: la promesa del Señor es ésa. Nos va a llevar a todos allá. Con Él. A todos. A su madre, a su padre… A usted también, aunque no crea. Eso a Él le da igual… —Se encoge de hombros—. Qué le vamos a hacer. Son las cosas de Dios.”
“Así son las cosas de Dios”, así es el amor, que no mide su entrega. Así es el Dios revelado por Cristo Jesús.
Los creyentes sabemos que al otro lado no hay un vacío, sino una casa, la casa de la Trinidad. Pero, aunque eso no nos impide temblar ante el aguijón de la muerte que viene a nosotros cada día, nos alienta a seguir caminando cada día. Sí, aun los creyentes, creemos que morirse es el escándalo de los escándalos y que la única forma de matar la muerte es llenar la vida de amor y de fe.
Por eso, vuelvo a repetir: la muerte es desgarradora, pero no negativa o triste sino para aquellos que se preparan a perder su muerte después de haber perdido su vida. Yo sé que la muerte “vendrá como un ladrón”, pero no la tememos. Al menos no la tememos lo suficiente como para acobardarnos. Hay que verla como el bueno de San Francisco que se atrevió a llamarla “hermana muerte”; la buena hermana que nos ayudará a llegar a la casa del Padre.
Cuando Cristo prometió su Espíritu, fue para que cumpliéramos “sus mandatos” y dejarnos transformar por el Espíritu de Dios: “El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, sí lo conocen, porque habita entre ustedes y estará con ustedes” (cf. Jn 14, 15-21). Un Espíritu que no solamente nos hace llamar a Dios “Abbá”, Padre, sino que nos ayuda para que vivamos la plenitud de hijos de Dios, con alegría y en gran paz.
Hay que pedirle a Dios que, por su gracia, podamos crecer día a día, de modo que, al llegar al último del peregrinaje, tengamos la seguridad de haber dado a nuestros hijos y nietos “razones de nuestra esperanza”, de haberles hecho descubrir que valió la pena vivir, porque vale la pena llegar al final para dar el gran paso hacia Dios.
Hoy pido a Jesús el don de su Espíritu Santo para tener más fe, para caminar más seguro y amoroso por la vida y, sobre todo, para tener su paz, regalo maravilloso de Jesús, y que hoy regala a su Iglesia: “La paz les dejo, mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo. No pierdan la paz ni se acobarden”.