Domingo de Ramos
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
El Domingo de Ramos une el signo de la realeza de Jesús, reconocido como el Mesías esperado, cuando entró triunfante en Jerusalén, y reconocido por la gente como el “hijo de David”. Pero lo conjunta con el otro aspecto: este Rey no tiene reino en este mundo, su corona es de espinas, su trono es una cruz y su camino no será la violencia ni el poder, sino la muerte por amor.
La Pascua de Cristo es la visión del camino que eligió Dios para salvar al hombre, y que rompe todos los esquemas y caminos humanos. La cruz es el camino que aceptó Jesús; es el camino de la debilidad suprema para manifestar su poder divino: fue el camino del sufrimiento y la muerte para poder dar la vida, como expresará san Pablo en el himno de Filipenses (2, 6-11).
El Padre José Luis Martín Descalzo señala que, así como a todo lo vamos convirtiendo “light”, hasta la cruz ha tenido su cantidad de endulzante, que le ha hecho perder su fuerza y su significado. Hoy, por desgracia, hemos ido haciendo a un lado el escándalo de la cruz, convirtiéndola en un signo de triunfo o de sentimentalismo. La hemos colocado en lo alto de los tronos y de las coronas, en la cadena que nos colgamos al cuello, y hemos olvidado que fue el signo del desprecio, de la muerte, de la realidad que todo cristiano deberá abrazar voluntariamente. Es por eso por lo que cada Semana Santa la liturgia nos invita a que le devolvamos su realidad, su fuerza, su significado y su denuncia al mundo del pecado.
El Cardenal Carlo Maria Martini afirma: “Así vence el mal con el bien, y su victoria no es, por consiguiente, el exterminio de los malvados (cf. 2Tes 2,8), el fin de la maldad, como todos esperaban y como nosotros esperamos instintivamente. No es justicia vindicativa, sino aceptación propia de las consecuencias del mal, para aniquilarlo en el fuego del su amor y su perdón”.[1]
Edith Stein, judía de nacimiento, era amiga de una pareja que era católica. El esposo de la pareja tuvo que partir a la guerra, donde murió. Para Edith el mal, el pecado y la muerte eran las realidades que negaban la existencia de Dios. Sin embargo, el misterio de la cruz le mostraría otra cosa. Adolf Reinach muere en el frente de batalla. Edith viaja a Friburgo para asistir al funeral y consolar a la viuda. La entereza de su amiga Ana, su confianza serena en que su marido estaba gozando de la paz y la luz de Dios, reveló a Edith el poder de Cristo sobre la muerte. Hubiera sido comprensible la rebelión de Ana ante la desgracia que destruía su vida, y Edith hubiera considerado normal encontrarla abatida o crispada. Pero se encontró con algo totalmente inesperado: una paz que sólo podía tener un origen muy superior a todo lo humano:
Allí encontré por primera vez la Cruz y el poder divino que comunica a los que la llevan. Fue mi primer vislumbre de la Iglesia, nacida de la Pasión redentora de Cristo, de su victoria sobre la mordedura de la muerte. En esos momentos mi incredulidad se derrumbó, y el judaísmo palideció ante la aurora de Cristo: Cristo en el misterio de la Cruz.
Esta luz se acrecentó de forma decisiva en la casa de campo de unos amigos. Pasaba Edith unos días de vacaciones. Una noche tomó de la biblioteca un libro al azar, que resultó ser La vida de santa Teresa, su célebre autobiografía:
Empecé a leer y fui cautivada inmediatamente, sin poder dejar de leer hasta el fin.
Cuando cerré el libro, me dije: «¡Esto es la verdad!»[2]
La verdad de Dios se rebela en Cristo, la grandeza del amor se presenta en la Cruz del Señor, la fuerza del amor de Dios se nos presenta en la Pascua de resurrección. Así es, el sufrimiento y el mal Jesús los “aniquila” con el fuego del amor y el perdón. Es en la hoguera del amor infinito donde se quema el pecado del mundo, el sufrimiento de los hombres y el mayor y último de los enemigos del hombre, la muerte.
Ante el sufrimiento y el dolor, nos vemos tentados a gritarle a Jesús: “si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz”, porque nosotros la vemos solamente en una dimensión. Solamente los santos pueden ver la Cruz como signo del amor y como camino de seguimiento de Cristo.
El relato de la pasión de los evangelios nos lleva como de la mano a la contemplación orante de Cristo en los diversos episodios de este misterio de dolor que Él va tomando poco a poco: Ya desde la última Cena, Jesús sufrirá al ver al discípulo que lo traiciona; vemos el dolor intenso, extenuante y extremo en Getsemaní, hasta el punto de derramar gotas de sangre a causa de la soledad, del abandono de los hombres y del silencio del mismo Padre; siente el inmenso peso del pecado del mundo, tanto, que lo doblega. Repasamos en los relatos el dolor inefable del amor renegado por Pedro; el dolor dignísimo del amor burlado por la soldadesca entre blasfemias y bajezas, el dolor noble del inocente condenado por los jefes del pueblo y por el poder dominante; el dolor sagrado y puro por la deshonra que le ha sido infligida al ser cambiado por un criminal conocido como Barrabás; el dolor físico de los clavos traspasando sus manos y sus pies, y el último dolor de la agonía y la muerte. Cristo que recoge en su cuerpo y en su alma, como en un cuenco, todo dolor y toda pena. Y desde ese día lo transformó.
Pero Cristo no está solo en su dolor. Ya el Siervo de Yahvéh, figura de Cristo, tiene la seguridad de que, en medio de sus dolores Dios está con Él pues, recuerda Isaías: «el Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes…» (Is 50, 4-7)). En Getsemaní se queda solo de amigos y su única fortaleza es la oración al Padre. Aprendemos que el “silencio” del Padre no es equivalente de “ausente”; Dios Padre lo acompaña, aunque calla. A Cristo se le hiere en sus carnes y se maltrata su cuerpo, al Padre se le hiere en el corazón. Toda la Trinidad participa en este acto de salvación.
Por supuesto, no se tratará de que busquemos la cruz como enfermos masoquistas que buscan satisfacción en el dolor, sino que deberemos aprender a tomarla cuando llegue; a cargar la cruz cuando sea necesario llevarla; y a ofrecerla como don a Dios en el amor; con orgullo, pues ella nos hermana al Nazareno.
Poco antes de morir el Padre Martín Descalzo decía: “estar, vivir en el huerto no es ningún placer, pero sí es un regalo, un don, tal vez el único don que, al final de mi vida, pueda yo poner en sus manos de Padre”. Y nosotros sabemos, hermanos, que ya alguien lo hizo: Cristo puso sus dolores y su confianza en el Padre de misericordia.
Cuando estemos en medio de alguna crisis, enfermedad o sufrimiento, debemos levantar nuestra mirada a la cruz, que ella será bálsamo y signo del amor redentor de Cristo. Y es recuerdo de que no vamos solos en el camino de la vida.
Esta anécdota la he comentado, pero me gusta tanto, que ahora la comparto de nuevo. Estando el poeta español León Felipe, con una gripe de esas que te tienen en cama, como un mes, y sintiéndose el poeta de lo más desanimado, le visitó su sobrino -por parte de su mujer- que no era otro, que el famoso torero mexicano Carlos Arruza. Cuando éste entró en su habitación y lo encontró en una pequeña y fragil cama, con tan solo una mesita como compañía, se entristeció mucho, fijándose vio que no tenía, ni siquiera una cruz que presidiera el lecho.
Ese mismo día, el torero le compró una cruz y se la hizo llevar a casa. Cuando el poeta la vio, no le agradó nada. Sabía que se trataba de una valiosa pieza de valor incalculable, pero no era la que él quería. Entonces, León Felipe, prefirió devolvérsela y encargar al carpintero una cruz sencilla. “UNA CRUZ COMO LA DE CRISTO”, dijo.
El carpintero le comprendió en seguida y le hizo llegar una cruz de madera, lisa y fuerte a la vez; una cruz capaz de soportarlo todo, TODO POR AMOR. Para León Felipe LA CRUZ ES LA QUE CADA UNO SOPORTA DESDE EL SILENCIO, DESDE LA HUMILDAD, DESDE LA SENCILLEZ Y LA FE.
León Felipe la puso en la cabecera de la cama y allí estuvo hasta el día de su muerte… pero no estuvo sola, iba acompañada de un también sencillo poema escrito por él, que decía así:
Hazme una cruz sencilla carpintero,
sin añadidos ni ornamentos,
que se vean desnudos los maderos,
desnudos y decididamente rectos.
Los brazos en abrazo hacia la tierra,
el ástil disparándose a los cielos.
Que no haya un solo adorno que distraiga
este gesto, este elemento humano
de los dos mandamientos.
Sencilla, sencilla, más sencilla,
hazme una cruz sencilla carpintero.
En el mundo posmoderno tenemos que volver a levantar el estandarte de la Cruz, pues solamente ella puede iluminar tantos corazones desorientados y escépticos. En la oscuridad más profunda del pecado aparece la Cruz como el símbolo del amor extremo y el árbol de la vida resucitada, que de esta brotará. Y luego de dejarnos cegar de esta luz del amor de Cristo, vivir como Jesús, amando como Él. El Papa Juan Pablo II dijo en la canonización del Padre Kolbe la verdad plena de la revelación:
“Maximiliano no murió, sino que dio la vida por el hermano: en esta terrible muerte se encontraba toda la definitiva grandeza del acto humano y de la elección humana. Por eso no murió, sino que dio la vida. No fue una pura fatalidad biológica; él se entregó libremente a la muerte por amor”.
La Cruz es el signo mayor del amor como don. La Cuaresma nos ha traído a contemplar el misterio de la muerte y la vida, que son la expresión más profunda del amor de Dios por nosotros. Queda en nosotros seguir trabajando en amores, que arriba está Jesús dándonos, por su Espíritu, la fuerza para amar como Él.
Pidamos a Dios que, al iniciar esta Semana Santa, nos sintamos llamados a vivir más profundamente el misterio de la Pasión y resurrección del Señor, asumiendo el misterio de le Cruz, y recordando que, por sus llagas, hemos sido curados.
[1] CARLO MARIA MARTINI. Guía en tiempos difíciles. Perfiles de grandes maestros del espíritu. Sal Terrae, Cantabria, 2016. Prólogo en la Edición Digital.
[2] JOSÉ RAMÓN AYLLÓN. Dios y los náufragos. Edición mimeografiada. p. 74 en la conversión de Edith Stein.