Por: Aldrin García Balvin – Director de Totus Noticias
El anuncio de un nuevo Cónclave siempre despierta interés y, en algunos casos, hasta pasiones desbordadas. No faltan las listas de “papables”, los análisis de medios y hasta las apuestas sobre quién podría ser el próximo sucesor de Pedro. Las redes sociales se llenan de nombres, favoritos, rumores y simpatías personales. Pero es en este punto donde debemos hacer una pausa, tomar aire y recordar una verdad esencial: el Cónclave no es un concurso de popularidad. No es una elección política ni un certamen de simpatías. Es, ante todo, una búsqueda obediente de la voluntad de Dios.
Muchos, quizás sin mala intención, miran el Cónclave como si fuera una campaña presidencial. Como si se tratara de votar por quien tenga más carisma, más seguidores, mejores discursos o quien haya sido más viral en los últimos meses. Pero elegir un Papa no es darle “like” a una publicación. No es decidir quién tiene las mejores propuestas en su plan de gobierno. No se trata de quién sabe posar mejor ante las cámaras o quién maneja mejor las redes sociales. El Papa no es el “influencer” más carismático del colegio cardenalicio. Es el sucesor de Pedro, el elegido bajo la acción del Espíritu Santo, no bajo el aplauso de las mayorías.
La Iglesia no puede caer en la tentación de ver el Cónclave con los ojos del mundo, como si fuese una contienda electoral más. Los Cardenales no están para elegir a “nuestro candidato”, al que más nos simpatiza, ni al que promete reformas que suenan bonitas a los oídos de la opinión pública. Porque, en el fondo, no se trata de lo que nosotros queremos, sino de lo que Dios quiere para Su Iglesia. Ellos no votan por el que más nos gusta. Nosotros debemos acoger con humildad y fe, al Pastor que Dios nos regala, aunque tal vez no sea el que teníamos en mente.
Cuando permitimos que las lógicas del mundo —las mismas que rigen las campañas políticas— entren en este proceso sagrado, corremos el riesgo de perder de vista el verdadero sentido del Cónclave. La Iglesia no necesita estrategas de mercadeo espiritual, necesita un pastor que, desde la pequeñez, escuche la voz del Espíritu y confirme a sus hermanos en la fe. Por eso, el Cónclave no es la pasarela de los favoritos, sino el Cenáculo donde se discierne la acción del Espíritu Santo.
Cristo, hace más de dos mil años, lo dejó claro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mateo 16,18). Y esa promesa sigue viva hoy, en cada Cónclave, en cada sucesión. La elección del Papa no es una decisión humana aislada, sino la obra de la providencia divina, que actúa incluso en medio de las limitaciones humanas de los cardenales electores. Creerlo es un acto de fe. No confiarlo es olvidar que esta es la Iglesia de Cristo, no la nuestra.
Nuestro rol como creyentes no es el de votantes y menos estar ansiosos esperando resultados, sino el de fieles que oran. La mejor campaña que podemos hacer en este tiempo es la de la oración. Orar por los cardenales, para que sean dóciles al Espíritu. Orar por la Iglesia, para que no se deje llevar por las pasiones humanas, sino que permanezca unida en la búsqueda de la voluntad de Dios.
No es tiempo de dividirnos por gustos personales, ni de apasionarnos en debates de cafetería o de Twitter. Es tiempo de permanecer en silencio interior, en humilde espera, en oración confiada. Porque, al final, el Papa que emergerá del Cónclave no será el “mejor candidato” según nuestras expectativas, sino el que el Señor ha escogido para pastorear a Su pueblo en esta hora de la historia.
Que no se nos olvide: el Cónclave no es un reality show ni una competencia por likes. Es un momento sagrado donde los apóstoles de hoy, en oración y discernimiento, buscan quién llevará el timón de la barca de Pedro. Que no nos gane la ansiedad de las simpatías humanas, sino la paz que nace de confiar en la promesa de Cristo, esa que nunca falla: “Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28,20).