Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
A Alberto y Nhora, en su dolor.
En mi casa no se hablaba de los suicidas. Como máximo se permitía que dijéramos que se quitó la vida, acaso para distinguirlo de las decenas de muertos diarios que soportamos en mi infancia tulueña.
Fui criado en un hogar que supuraba catolicismo, y la prohibición que los padres de la Iglesia y los concilios impusieron al suicidio —para distanciarse totalmente del paganismo griego o romano— caló muy hondo en la moral católica. Finalmente, nos regía la moral del pecado, y suicidarse era cometer un pecado mortal que no permitía ir al cielo.
Con la modernidad, la percepción del suicidio se ha transformado tanto en las doctrinas religiosas como en las legislaciones y en la moral pública. Donde antes se criminalizaba, ahora se permite la eutanasia. Ha crecido la empatía hacia el trauma psicológico y el reconocimiento por las situaciones extremas. Pero, sobre todo, se ha ido imponiendo el criterio de la autonomía individual sobre la obligación de protegernos la vida.
Lo que sí no ha cambiado es el trauma mayúsculo que causa en la familia, en los amigos cercanos y aún en la sociedad, que presencia casi muda el tránsito de la vida a la muerte de un ser querido o de un miembro muy seguido en su entorno.
Para superar ese trauma, muchos usan el olvido o la mentira. Otros no pueden quitárselo de encima y lo llevan hasta el día de su muerte cual dolor eterno.
Yo, que tengo tantos ejemplos familiares y lo considero casi una tara impresa en nuestro ADN —y por consiguiente he visto, oído y rebuscado tratando de explicarlos—, solo he conseguido una verdad de puño: a los suicidas hay que respetarlos.
De esa manera se pueden entender las razones que los llevaron a cometerlo y, sobre ellas mismas, honrar su memoria y su actitud, buscando sobrellevar el dolor sin agregarle culpa a quienes queden vivos creyendo que habrían podido impedirlo.