ADMIRACIÓN Y GRATITUD – Crónicas de Gardeazábal

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Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal

La semana anterior, cuando se supo de la muerte, a los 89 años, de Mario Vargas Llosa, explotó mi volcán de admiración por su obra. Corrieron —y seguirán corriendo— ríos inacabables de gratitud hacia quien no vaciló en apoyarme con su presencia, y la de sus ya famosos amigos del boom, en agosto de 1974, cuando realicé el Congreso de la Narrativa Hispanoamericana en Cali.

Sobre la magnitud de su obra literaria se han escrito, por estos días, piezas magníficas que coinciden con la admiración que siempre le tuve, desde La ciudad y los perros hasta la última, de hace apenas 18 meses: Le dedico mi silencio. Pero pocos saben del apoyo que me brindó para que yo, un imberbe profesor de 29 años, reuniera una pléyade de escritores magníficos en la Universidad del Valle y el Museo La Tertulia, y se enfrentara, tras bambalinas, a la campaña que García Márquez, desde las sombras mamertas procubanas, libraba contra el certamen.

Su sola presencia fue fulminante, capaz de volver papel higiénico la carta que los intelectuales marxistas caleños —casi todos muertos hoy día— hicieron pública, acusándome de estar financiado por la CIA, cuando hasta del bolsillo de mi padre y de mis ahorros tuve que poner para llenar el hueco que el patrocinio de la Licorera del Valle, la Univalle y La Tertulia no alcanzaba a cubrir.

Vargas Llosa todavía no le había pegado el puño a García Márquez, ni había trasteado del comunismo juvenil a la derecha burguesa, donde murió sin dejar de ser el gran genio literario, ni en ese salto ni en su línea narrativa. Pero, en aquel momento, era rutilante y avasalladora su presencia de escritor de izquierda, junto con la de Clarice Lispector, Agustín Yáñez, Jorge Edwards y 78 escritores latinoamericanos más.

Todavía oigo el gagueo de Valverde y Andrés Caicedo retumbando vanamente ante la grandeza de ese certamen irrepetible.

Mis lectores y oyentes entienden entonces mi gratitud y admiración hacia el peruano.

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