¡El gobierno de Petro: un desastre!

TotusNoticias

Por: Juan José Gómez

Colombia atraviesa una etapa de profundo infortunio institucional. Desde el 7 de agosto de 2022, el país ha estado bajo el mando de un presidente cuya formación política se gestó en una de las guerrillas más lesivas para nuestra historia reciente. Tras su tránsito por la insurgencia, ha vivido a expensas del Estado sin que se le conozca otra actividad profesional, y ha adoptado hábitos que no solo comprometen su salud personal, sino también la salud institucional de la República.

Su paso por la Alcaldía de Bogotá y ahora por la Presidencia ha estado marcado por el fracaso sistemático de sus iniciativas. Ni su carácter ni su preparación lo habilitaban para asumir responsabilidades de tal magnitud. Su visión de país, teñida de un socialismo vocinglero y populista, ha obstaculizado el mayor desarrollo socioeconómico que podría haberse alcanzado mediante el libre mercado. En su empecinamiento por un estatismo enfermizo, ha logrado un “cambio” sí, pero uno que se traduce en inestabilidad: un cambio de cerca de 60 ministros en tres años, un récord negativo que evidencia el desorden administrativo y la falta de rumbo.

Este no es solo un problema de gestión. Es una crisis de legitimidad, de visión, y de respeto por las instituciones. Colombia merece mucho más que improvisación ideológica y personalismo errático. Merece un gobierno que entienda que el poder no es para experimentar, sino para servir.

Un recuento del desastre

Los síntomas del desgobierno son múltiples y alarmantes:

  • Inestabilidad ministerial: La rotación de cerca de 60 ministros en tres años revela una profunda falta de cohesión, liderazgo y planificación. Cada cambio representa una ruptura en la continuidad de políticas públicas y una señal de improvisación.
  • Escándalos judiciales en el entorno presidencial: La captura de Nicolás Petro, hijo del presidente, por presunto lavado de activos y enriquecimiento ilícito y otros graves escándalos ha salpicado la imagen presidencial y generado dudas sobre la financiación de la campaña. El silencio de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes frente a estos hechos agrava la percepción de impunidad.
  • Fracaso legislativo: El gobierno ha perdido el respeto por del Senado y ha visto fracturarse su coalición. Las reformas estructurales prometidas han naufragado en el Congreso, y el Ejecutivo ha optado por la confrontación en lugar del consenso.
  • Deterioro de la seguridad: Según la Defensoría del Pueblo, el 73% del territorio nacional está bajo influencia de grupos armados ilegales. La política de “paz total” ha sido criticada por fortalecer a estructuras criminales y mafiosas, que han aprovechado el supuesto ánimo conciliador para expandir su control territorial y económico.
  • Descuido de la Fuerza Pública: El Ejército, la Fuerza Aérea, la Armada y la Policía han sido relegados en la agenda gubernamental. La reducción del presupuesto al Ministerio de Defensa ha mermado su capacidad operativa, debilitando la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico. Esta desatención no solo pone en riesgo la seguridad nacional, sino que desmoraliza a quienes arriesgan su vida por protegerla.
  • Crisis económica y social: Colombia enfrenta la deuda más alta de su historia, incluso superior a la registrada durante la pandemia. La ejecución presupuestal ha sido deficiente, con retrocesos en salud, educación y empleo. Más de 36.000 servicios de salud han sido cerrados, el Icetex presenta un déficit del 80% en cobertura educativa, y la generación de empleo ha caído en sectores clave.
  • Desconocimiento de la separación de poderes: El presidente ha adoptado una narrativa de victimización frente a los controles institucionales, deslegitimando a la prensa, al Congreso y a la justicia cuando no se alinean con sus intereses. Esta actitud erosiona el principio republicano de pesos y contrapesos, y amenaza la estabilidad democrática.
  • La equivocada política internacional: La arrogancia presidencial y su censurable amistad con las dictaduras, especialmente con la venezolana de Maduro, Cabello y Padrino, lo mismo que sus ataques a nuestros amigos tradicionales Estados Unidos e Israel, no solo son contrarios a la voluntad nacional, sino que son altamente perjudiciales para los intereses de Colombia, igual que el derroche en embajadas y consulados que por ahora no se consideran de utilidad para el país.

¿Y ahora qué?

Frente a este panorama, la ciudadanía no puede permanecer indiferente. La democracia no se sostiene únicamente en el voto, sino en la vigilancia activa, el control social y la exigencia permanente de transparencia. El país no necesita mesías ideológicos ni caudillos victimistas: necesita instituciones fuertes, funcionarios competentes y ciudadanos despiertos.

Y, sobre todo, Colombia necesita memoria. En las elecciones del próximo año, los colombianos deben estar alerta. No pueden volver a dejarse seducir por promesas vacías ni por discursos que disfrazan el populismo con retórica social. La izquierda radical, con su marxismo cultural y su socialismo estatista, ha demostrado que no busca construir instituciones, sino someterlas. No podemos seguir siendo víctimas de ideologías que prometen justicia mientras siembran división, improvisación y ruina.

Es hora de recuperar el sentido republicano del poder, de reafirmar la separación de funciones, y de exigir que el Estado cumpla su deber de proteger, educar y servir. La Constitución no es un obstáculo para gobernar: es el marco que garantiza que el gobierno no se convierta en amenaza.

Colombia ha resistido peores tempestades, pero no por obra del azar, sino por la fuerza de su gente. Ojalá esta modesta columna sea un llamado a la lucidez, a la memoria y a la acción. Porque cuando el poder se extravía, es la ciudadanía quien debe recordarle el camino.

Comparte este artículo