Un hombre con cita de eternidad

TotusNoticias

XXIV Domingo de Tiempo Ordinario

Por: P. Miguel Ángel Ramírez González

El Evangelio del día de hoy (Lc 15, 1-32), Jesús trata de expresar con imágenes maravillosas la misericordia de Dios por nosotros. Más que hablar del hijo pródigo, el texto se refiere a la misericordia y amor de Dios Padre. Tal vez no existe un texto más claro que este para hablarnos del perdón de Dios y de su amor por cada ser humano.

Pero la historia que retrata a este Padre bondadoso tiene también un “reverso”, otros actores en ella: el hijo que se va de casa, que desperdicia la hacienda y regresa a los brazos de su Padre, arrepentido y con el peso de muchos pecados y mucha tristeza; y el otro personaje, el hermano mayor que nunca fue capaz de nada, solamente de envidiar a su hermano, de creerse bueno y merecedor de la herencia del padre.

Alguien decía que este texto es el itinerario de la vida de todo hombre: nacemos de Dios, salimos de su casa; pecamos y nos alejamos, para luego regresar arrepentidos y perdonados. Salimos de sus manos y regresamos a Él por el corazón.

Hay infinidad de ejemplos de “pródigos” en la historia de la Iglesia. Uno de esos “hijos” que volvió a Dios fue NARCISO YEPES. Concertista español de guitarra clásica; hombre genial, sencillo y convencido de su fe católica. En la revista Época, la periodista Pilar Urbano lo entrevistó, ya hace algunos años, y sus respuestas fueron, por demás, increíbles. Como el hijo del evangelio, y como muchos de nosotros, se alejó de la fe por muchos años, pero un día, de la noche a la mañana, empezó a vivir y profesar, de palabra y con hechos, su fe en Cristo. La periodista le pregunta sobre su conversión, sobre su fe en Dios:

-… Mi vida de cristiano tuvo un largo paréntesis de vacío, que duró un cuarto de siglo. Me bautizaron al nacer, y ya no recibí ni una sola noción que ilustrase y alimentase mi fe… ¡Con decirle que comulgué por primera vez a los veinticinco años!

Desde 1927 hasta 1951, yo no practicaba ni creía, ni me preocupaba lo más mínimo que hubiera o no una vida espiritual y una trascendencia y un más allá. Dios no contaba en mi existencia. Pero… luego pude saber que yo siempre había contado para Él. Fue una conversión súbita, repentina, inesperada… y muy sencilla. Yo estaba en París, acodado en un puente del Sena, viendo fluir el agua. Era por la mañana. Exactamente, el 18 de mayo. De pronto, le escuché dentro de mí… Quizás me había llamado ya en otras ocasiones, pero yo no le había oído. Aquel día yo tenía «la puerta abierta»… Y Dios pudo entrar. No sólo se hizo oír, sino que entró de lleno y para siempre en mi vida.

No solamente la historia del Evangelio, sino esta confesión ardiente de Yepes son las historias de todos nosotros: se nos dio todo para que pudiéramos crecer en todos los sentidos haciendo fructificar los talentos que el Señor nos dio, pero con el paso del tiempo nos fuimos olvidando de Dios, de nuestros sueños, de nuestras promesas. Al paso del tiempo y ya cuando estábamos a merced del hambre, esclavizados por algún vicio, terriblemente heridos por el pecado, apareció una chispa en el corazón que nos recordaba que el lugar de la verdadera felicidad está solamente en la “casa del Padre”, en su misericordia y perdón.

Reconozcamos, hagamos revisión de vida: ¿Qué ha sido nuestra existencia sino un paulatino empobrecimiento? ¿Qué sino una larga malversación de esperanzas y de sueños juveniles? ¿Quién podría presumir no ya de haber crecido con el paso de los años, sino simplemente de mantener entera la juventud y los grandes ideales? Tenemos que ser honestos y decir que “malgastamos casi todos los talentos”.

Pero sigamos con Yepes. La periodista, quiere saber más sobre el genio musical, y cómo ha afectado la fe en su vida personal y profesional. Pero la respuesta de Yepes es, no solamente sencilla, sino profunda, en todos los sentidos. Le pregunta:

-¿Tuvo, pues, una conversión a lo Paul Claudel, a lo André Frossard a lo san Pablo?

-¡Ah…, yo supongo que Dios no se repite! Cada hombre es un proyecto divino distinto y único; y para cada hombre Dios tiene un camino propio, unos momentos y unos puntos de encuentro, unas gracias y unas exigencias… Y toda llamada es única en la historia…

-Dice usted que «le escuchó», que «se hizo oír». , ¿he de entender, Narciso, que usted, allí

junto al Sena, ¿«oyó» palabras?

-Sí, claro. Fue una pregunta, en apariencia, muy simple: «¿Qué estás haciendo?» En ese instante, todo cambió para mí. Sentí la necesidad de plantearme por qué vivía, para quién vivía.  Mi respuesta fue inmediata. Entré en la iglesia más próxima, Saint Julian le Pauvre.

Y hablé con un sacerdote durante tres horas  Es curioso, porque mi desconocimiento era

tal que ni me di cuenta de que era una iglesia ortodoxa. A partir de ese día busqué instrucción religiosa, católica. No olvide que yo estaba bautizado. Tenía la fe dormida Y… revivió. Y ya desde aquel momento nunca he dejado de saber que soy criatura de Dios, hijo de Dios  Un hombre con una cita de eternidad que se va tejiendo y recorriendo ya

aquí en compañía de Dios. Así como hasta entonces Dios no contaba para nada en mi vida, desde aquel instante no hay nada en mi vida, ni lo más trivial, ni lo más serio, en lo que yo no cuente con Dios.

Escuchar esas palabras de Yepes es descubrir que todos, ustedes, yo, tenemos también una “cita de eternidad” con Dios. Pero debemos “escuchar” las palabras de Dios, escuchar la pregunta: “¿Qué haces?”, de tu vida, de tus sueños, de tu familia, de tus proyectos, y, sobre todo, de tu fe… Debemos estar arrepentidos, como el llamado hijo pródigo, y ser lo suficientemente humildes que descubramos que tenemos en la agenda una “cita de eternidad” con Dios, y que debemos regresar a Él.

Creo que uno de los más grandes consejos que podríamos dar a los hijos, a los jóvenes que empiezan su vida, es que entiendan que vivir es cosechar la gran siembra de los años juveniles. Vivir es fructificar, y no solamente irse degradando y morir. Una vida llena es siempre el resultado de dos factores: apostar todo siendo joven y mantener esa

apuesta cuando se llega a la madurez. Se es más no por lo que se tiene, sino por lo que se es como persona y como cristiano. Algunos de nosotros hemos tenido que confrontar, como Yepes, a nuestro yo y, aunque viejos, regresar a la fe. Pero ellos, los hijos pueden todavía hacer fructificar las semillas que siembran.

Es incomprensible que se encuentren jóvenes amargados y sin ideales. Si ya desde este momento no son capaces de proponerse una gran meta, de luchar por los más altos ideales,

¿qué cosecha les espera a aquellos que solamente están sembrando decepciones, frivolidades, o irresponsabilidad? Paul CLAUDEL tenía razón al decir que “La juventud no es para el placer, sino para el heroísmo”. Solamente aquellos jóvenes que se decidan a esas metas altas y se dispongan a sacrificarse por ellas, podrán alcanzar la dicha de crecer y dar fruto. Yo creo que, de los grandes pecados de la juventud –porque tal vez fueron los nuestros- son la mediocridad, la vulgaridad y la desesperanza; porque ese será su futuro, el mundo que cosecharán: un mundo mediocre, vulgar, sin esperanza, hedonista; un mundo triste y sin sentido.

Pero no bastan los sueños ni los grandes proyectos, sino el propósito de actuar siempre, de hacerlos realidad. El enemigo no está fuera, sino dentro, y no en los fracasos –que pueden ser buenos-, sino en la mediocridad.

Tal vez se estén diciendo que Yepes es un espécimen único en la historia de la Iglesia, pero no es así. Desde San Pablo hasta nuestros días, hombre y mujeres de todas las edades descubren, en algún momento de sus vidas, el llamado de Dios. La periodista le dice que cree que es alguien excepcional, pero Yepes responde que no, que es como cualquier persona con algo de fe; le responde:

-Pues no habré sabido explicarme. ¡Claro que hay tentación! Pero también hay gracia.

¿Rutina, tibieza? Si se nutre a diario la experiencia de vivir estando al tanto de Dios, no cabe la rutina: Él interpela de continuo con preguntas y con solicitudes nuevas… Y uno va de hallazgo en hallazgo. ¡Nada es igual! Todo es novedad. Ya le dije que Dios no se repite nunca… Ciertamente, yo no le planteo rebeldía a Dios: hacer las cosas bien me cuesta, como a cualquiera. Pero, desde la libertad para decir «No quiero», decido decir

«Sí quiero». Porque, además de creer en Dios…, yo le amo. Y lo que es incomparablemente más afortunado para mí: Dios me ama.

¡Cambiaría tanto la vida de los hombres si cayesen en la cuenta de esta espléndida realidad!

-Pero el mundo camina en otra dirección… justo la contraria. Insistió la periodista.

-Sí. Es tremendo que el hombre, por cuatro cachivaches técnicos que ha conseguido empalmar, se haya creído que puede prescindir de Dios y trate de arreglar esta vida con su solo esfuerzo… Pero ¿qué está consiguiendo? No es más feliz, no tiene más paz, no se siente más seguro, no progresa auténticamente, pierde el respeto a los demás hombres, utiliza mal los recursos creados…, y él mismo es cada vez menos humano. La sociedad tecnificada y postindustrial de este siglo que vivimos ha perdido su norte. Está equivocada. Marcha fuera del camino…; por eso no avanza verdaderamente. Y esto lo afirmo y, si me lo pone por escrito, lo firmo.

Decía el P. José Luis Martín Descalzo que cuando los adultos le echamos la culpa a las adversidades de la vida para justificar nuestro saco vacío de la vida, nos estamos engañando a nosotros mismos. Porque la verdad es que el mundo entero reunido contra nosotros nunca podrá hacernos ni la cuarta parte de daño que nosotros nos hacemos a nosotros mismos.

La historia del Evangelio nos lo narra de manera muy clara. Jesús no nos dice qué pasó después, pero creo que el hijo pródigo regresó y valoró más el amor de su padre, reconoció y apreció el valor de las cosas y, lo más importante, había aprendido que la vida es muy breve y que hay que vivirla produciendo frutos, siempre orientada hacia Dios y desde Dios, sabiendo, como Yepes que estaba en las manos del Padre. Nosotros podemos vivir lo mismo sabiendo que siempre, mientras tengamos vida, habrá la posibilidad de regresar a sus brazos.

Creo que el ejemplo más bello lo tenemos retratado el día de hoy en San Pablo (1 Tim 1, 12-17). Podríamos decir que su juventud estuvo marcada por muchos errores y tal vez excesos, pero era el hombre que no se daba por vencido y sabía subirse sobre sus debilidades para crecer, siempre apuntando hacia un más y mejor. Cuando le envía esta carta a Timoteo, no solamente es un hombre ya viejo y con experiencia, sino que, desde esa misma experiencia, sabe que con un gran sueño por realizar y la gracia de Dios, posee las mejores herramientas para poder crecer y dar fruto: “… antes fui blasfemo y perseguí a la Iglesia con violencia; pero Dios tuvo misericordia de mí al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús”. O el llamado “hijo pródigo”, le sirvió su experiencia de pecado para reconocer el valor de lo que había dejado. Ya no regresa exigiendo, sino pidiendo. En el acto de humildad (fruto de la madurez) aprende a pedir perdón a su Padre.

Para Pablo su “piedra de tropiezo” fue su orgullo y su pasión inmadura. Para el joven del Evangelio fue su deseo de una vida de placer y sin responsabilidad. Para muchos de nosotros puede ser, además, la mediocridad y la irresponsabilidad.

Tanto los jóvenes como los viejos debemos pedir, como San Pablo, el don de su gracia y perdón, para que podamos producir el fruto que Dios espera: los viejos mediante la conversión, los jóvenes a través de la edificación de una vida buena y cristiana: «Cristo Jesús me perdonó para que fuera yo el primero en quien él manifestara toda su generosidad y sirviera yo de ejemplo a los que habrían de creer en él para obtener la vida eterna.

Al rey eterno, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén”.

Comparte este artículo