Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
La esencia de la crisis que Colombia pasa no va más allá de una verdad de puño: o paga o pierde. Como todo se volvió un contrato, y todo contrato es una puerta abierta a la corrupción, si se quiere que lo adjudiquen, o que se pueda llevar a cabo, o que los interventores o los encargados de la hipócrita vigilancia de su cumplimiento no estorben, hay que pagar.
La tragedia anímica y económica que soportan en la costa Pacífica, desde Tumaco hasta Juradó, es esa: por todo hay que pagar. Todo lo que sale de los embarcaderos, en el puente del Piñal o en los muelles de cabotaje, y hacia los municipios costeros, le deben pagar impuesto a las bandas. No lo invento yo, lo denunció a grandes titulares el diario El País de Cali, en un desgarrador informe sobre el flagelo de la extorsión en el Pacífico.
En Buenaventura, el pago debe hacerse a los Shotas o los Espartanos. Pero en los puertos, grandes o pequeños, donde llega o sale la mercancía, también hay que pagarle o a los Elenos o a los del Clan, para poderla recibir, despacharla o ser autorizada a distribuirla en tiendas y almacenes.
En la cordillera occidental, desde Timba, en límites del Valle con el Cauca, hasta Buriticá, en las bocas de la mina de oro más grande del país, en Antioquia, los tradicionales agricultores y campesinos tienen que pagar la vacuna a la hora de trastear los productos al camión o a la chiva, para llevarlos a los mercados naturales. No hay escapatoria, salvo que hagan lo que muchos han adoptado en su desespero, es decir: dejan de cultivar la tierra y obligan a que cada vez más comida se traiga del extranjero, pagando a los contrabandistas en las fronteras o en los sitios de cargue o descargue.
No es exageración ni pesimismo marxista, como el que parece que Petro fue a vomitar en el Bosque de Boloña, en París, al lado de los chirretes sahumeadores, y que fue tema de su última alocución. Es la dura realidad: o paga o pierde.