Por: Aldrin García Balvin – Director de Totus Noticias
Con un nudo en la garganta y el corazón en oración, el mundo entero se despide del Papa Francisco, un hombre que, con su vida y su pontificado, nos mostró un camino lleno de ternura, humildad y misericordia. A lo largo de más de una década, el Papa Francisco no solo fue un líder de la Iglesia, sino un padre cercano, un pastor que se convirtió en el ejemplo de lo que significa vivir según el Evangelio. Hoy, mientras lloramos su partida, debemos recordar el gran legado que deja: un legado marcado por la esperanza.
Desde su elección en 2013, el Papa Francisco rompió con las tradiciones de la Iglesia. Su elección como primer Papa latinoamericano ya anunciaba un cambio, pero lo que más impactó fue su forma de vivir. Decidió vivir en la Casa Santa Marta, alejándose de los lujos y buscando una vida simple y cercana a las personas. Renunció al Palacio Apostólico para poder compartir su vida con quienes más lo necesitaban. Este gesto de humildad fue solo el inicio de un papado marcado por un amor profundo por los demás, especialmente por los más pobres y marginados.
Su vida fue un testimonio de misericordia. A lo largo de su pontificado, Francisco nos invitó a mirar al prójimo con compasión, a tender la mano al que sufre, al que está en la periferia. Nos enseñó que la misericordia no es solo un acto de perdón, sino un modo de vivir que implica reconocer la dignidad de cada ser humano. En sus palabras, la misericordia no tenía fronteras, ni para los inmigrantes ni para los enfermos, ni para los que el mundo ha olvidado. Dejó claro que la misericordia es el rostro de Dios, y que, como Iglesia, debemos ser reflejo de ese rostro misericordioso.
La ternura fue otro de los sellos distintivos de su pontificado. Francisco nunca temió mostrar su corazón, ni en las grandes decisiones ni en los pequeños gestos cotidianos. La ternura que ofreció al acercarse a los niños, a los ancianos, a los enfermos, a los marginados, nos recordó que, más que poder, la Iglesia debe ser un lugar de acogida y de consuelo. Como pastor, su voz de cercanía y compasión tocó no solo a los fieles, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Su trabajo con los migrantes fue uno de los aspectos más humanos de su papado. En su primer viaje como Papa, fue a Lampedusa, una isla que simboliza el sufrimiento de miles de migrantes que buscan refugio en Europa. Allí, Francisco no solo oró por las víctimas de la migración, sino que denunció la indiferencia global ante el sufrimiento humano. Su mensaje fue claro: no podemos ser indiferentes al dolor de los demás, especialmente cuando ese dolor es causado por la injusticia y la desigualdad.
El Papa Francisco también reformó la Iglesia de manera profunda. Luchó contra la corrupción dentro de la Curia, promoviendo una administración más transparente y acorde con los valores del Evangelio. La reforma no fue solo estructural, sino espiritual. Insistió en una Iglesia menos centrada en sí misma y más volcada hacia el servicio. Bajo su liderazgo, la Iglesia se fue haciendo más abierta, inclusiva, sin perder su misión de anunciar la verdad del Evangelio. Como él mismo decía, la Iglesia debe ser un hospital de campaña, un lugar donde se curan las heridas, no donde se juzga.
En su encíclica Laudato Si’, el Papa Francisco nos convocó a cuidar la casa común. No solo denunció la crisis ambiental, sino que propuso soluciones prácticas basadas en el respeto por la naturaleza y la justicia social. En sus palabras, la defensa del medio ambiente es un acto de fe y de amor hacia las generaciones futuras, y una obligación moral de todos.
A pesar de las críticas y los obstáculos, Francisco mantuvo siempre su visión de una Iglesia en salida. Nos invitó a abandonar nuestras comodidades y a acercarnos a los más necesitados, a salir de las estructuras eclesiales cómodas para abrazar a quienes se encuentran en la periferia de la sociedad. Para él, la misión de la Iglesia no era solo enseñar, sino ser una presencia viviente de Dios entre los pueblos, una presencia que se encuentra en las calles, en los hospitales, en las prisiones, en las fronteras.
Pero no solo se preocupó por la sociedad secular. En su pontificado, Francisco trabajó también en la reconciliación entre los católicos y otras confesiones religiosas. Su histórico encuentro con el patriarca Kirill de la Iglesia Ortodoxa, y sus esfuerzos por mejorar las relaciones con los musulmanes, los judíos y otras comunidades, reflejan su convicción de que el diálogo y la fraternidad son el camino hacia la paz.
El Papa nos enseñó que no hay lugar en el mundo para la división cuando el amor es el centro. Su impulso por la unidad entre los pueblos de Dios fue claro. No solo lo hizo en el plano de las religiones, sino también en el corazón de la Iglesia. Su papado fue una constante invitación a abrazar la diversidad y a unir nuestras voces en un solo canto de fraternidad.
Con su partida, sentimos que se va no solo un líder religioso, sino un hombre de paz, un hombre profundamente humano que tocó el corazón de todos. Francisco no solo predicó la misericordia; la vivió. Su vida fue un testimonio viviente de lo que significa seguir a Cristo: un amor incondicional, una humildad profunda, y una esperanza que trasciende las barreras del tiempo.
Hoy, mientras nos despedimos de él, sabemos que su legado sigue vivo en nosotros. Nos ha dejado la misión de vivir con ternura, de abrazar con misericordia y de caminar con esperanza. El Papa Francisco ha partido, pero su mensaje perdurará, guiándonos siempre hacia un mundo más justo, más humano, y más lleno de amor.