El problema no es la Constitución del 91… el problema es Petro

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Por: Aldrin García – Director de Totus Noticias

En Colombia vuelve a repetirse una frase que ayer se escuchó en boca de políticos, analistas y ciudadanos de todas las orillas: “El problema no es la Constitución del 91, el problema es Petro.” Y es que lo que estamos viendo no es un debate sano sobre reformas, sino un intento de cambiar las reglas del juego porque estas ya no le sirven al gobierno de turno.

La Constitución de 1991 nació para dejar atrás la violencia, equilibrar los poderes, garantizar derechos y frenar abusos. Tiene fallas, claro, y como toda obra humana es mejorable. Pero querer tirarla por la borda no es un acto de transformación, sino de capricho político. Pero quien era su ministro de Justicia —Luis Eduardo Montealegre— fue quien presentó el borrador para convocarla. Y, como por arte de magia, horas después Petro le pidió la renuncia. ¿De verdad debemos tragarnos la versión “oficial” de la carta que él mismo le envió al presidente? ¿O todo indica que cumplió su misión y ya no convenía tenerlo ahí? Y el presidente, lejos de negarlo, ahora defiende la constituyente como si fuese la única salida para “liberar al pueblo”.

El libreto es el mismo de siempre: cuando el Congreso no le aprueba algo, dice que está cooptado. Cuando la justicia no falla a su favor, asegura que hay mafias togadas. Cuando la prensa investiga al gobierno, acusa persecución mediática. Y cuando la democracia le pone límites, la quiere reescribir. Para Petro el problema nunca es él, sino el país que no se adapta a su voluntad. La Constituyente no aparece como un clamor ciudadano, sino como un escape para saltarse los controles que le resultan incómodos.

Mientras tanto, el presidente recibió otro golpe internacional: Estados Unidos lo incluyó a el, a su esposa Verónica Alcocer, a su hijo Nicolás y al ministro Armando Benedetti en la llamada “Lista Clinton” por presuntos vínculos con actividades ilegales relacionadas con el narcotráfico. Este hecho no solo afecta la imagen del gobierno, sino la reputación de Colombia en el mundo. En vez de asumir con seriedad la gravedad del tema, el presidente prefirió presentarse como víctima de una conspiración extranjera y aseguró que no le afecta porque “no tiene un dólar en Estados Unidos”.

Lo más preocupante es que Petro intenta mezclar su situación personal con la del país, como si se tratara de lo mismo. Ayer en la Plaza de Bolívar volvió a recurrir a la movilización callejera para justificar un proyecto que, en vez de unir, divide y presiona a las instituciones. Llamó a la gente a “defender el poder constituyente” como si la Constitución fuera enemiga del pueblo. El mensaje es claro: si los organismos de control, la justicia o el Congreso no lo acompañan, entonces hay que reemplazarlos.

La historia de Colombia ya vio ese libreto. En los años del M-19 —grupo al que Petro perteneció—, cuando las instituciones no respondían a sus ideales, no buscaron diálogo sino choque. El episodio más doloroso fue la toma del Palacio de Justicia, que dejó heridas que aún duelen. Petro no participó directamente en ese acto, pero sí fue parte de un movimiento guerrillero que creyó que, si el Estado no funciona como uno quiere, se derrumba. Hoy, sin armas pero con micrófono y poder, la idea parece ser la misma: si el sistema democrático incomoda, se cambia el sistema.

Colombia sí necesita transformaciones, pero no incendiadas desde la rabia, la soberbia o la revancha. Reformar no significa arrasar; construir no es imponer; liderar no es gobernar contra todos. Lo responsable sería convocar acuerdos, escuchar, corregir y buscar puntos comunes. Pero Petro ha demostrado que prefiere las plazas llenas de aplausos antes que el diálogo con quienes lo cuestionan.

El problema no es la Constitución del 91. Tampoco es que Colombia necesite ajustes. El verdadero problema es tener un presidente que, cuando la democracia no le aplaude, decide intentar cambiar la democracia. Y ese camino no lleva al progreso sino al autoritarismo disfrazado de “revolución”.

Si cada mandatario que fracasa en su agenda decide escribir su propia Constitución, entonces no tendremos un país estable, sino un tablero que cambia según el humor del gobernante de turno. Colombia no puede permitir que se juegue con su institucionalidad como si fuera un borrador de ensayo personal. El país merece respeto, estabilidad y líderes con madurez, no impulsos.

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