Por: Ramón Elejalde Arbeláez
Lamento profundamente el asesinato de Miguel Uribe Turbay. Imploro, con el corazón y la razón, que cese la muerte y que prevalezca la vida en Colombia.
El panorama actual del país es desolador, un escenario saturado de odio, intolerancia y confrontación. Aquí, la disputa no tiene cuartel: no hay compasión, no hay respeto y, peor aún, no hay lugar para la verdad.
Todo el proceso que siguió a este crimen —desde las heridas iniciales sufridas por el doctor Miguel Uribe Turbay, su paso por la clínica y hasta su sepelio— fue convertido, desde todas las trincheras, de manera miserable, en un espectáculo politiquero, un episodio de oportunismo y mezquindad.
Los escritos y declaraciones que surgieron en esos días, provenientes de todos los sectores y orillas, destilaron únicamente tirria y rencor.
Se criticó al presidente Juan Manuel Santos por asistir a los funerales. Se criticó, igualmente, al presidente Gustavo Petro por no hacerlo, aun cuando la propia familia de Uribe Turbay había solicitado su ausencia. Resulta incomprensible este nivel de intolerancia, de odio y de incoherencia.
Incluso las palabras pronunciadas al borde de la tumba fueron empleadas como armas políticas. Desde cada bando se señaló al contrario como responsable del asesinato, en una batalla verbal que solo sirvió para aumentar las fracturas. Para colmo, voces de autoridades y legisladores extranjeros, especialmente de Estados Unidos, se sumaron al coro de acusaciones, junto a algunos alcaldes y gobernadores locales. En un acto de temeridad, hubo quienes llegaron a afirmar que el propio presidente Gustavo Petro fue el ordenador del horrendo crimen.
En este ambiente, la sensatez parece habernos abandonado: “todos estamos locos, Lucas”.
Colombia vive, desde hace varios años, un clima en el que el debate público dejó de ser un intercambio de ideas para convertirse en un ring de insultos. Las redes sociales, en lugar de enriquecer la discusión, se han transformado en un paredón donde se fusila reputaciones sin pruebas y se condena sin juicio, en una verdadera cloaca.
Lo más grave es que este comportamiento no está limitado a fanáticos anónimos. Autoridades de todo orden, líderes de opinión, jefes de partidos políticos y hasta expresidentes, participan en esta feria de señalamientos irresponsables. Se acusa, se insinúa, se repite y se multiplica el rumor hasta que, para muchos, se convierte en “verdad”.
No importa si la información es cierta o falsa: lo que importa es que sirva para golpear al adversario político. Así, la tragedia de una familia se utiliza como arma para una pelea electoral, y el duelo se transforma en una tarima para ganar aplausos de los propios y abucheos contra los otros.
Esta dinámica no es inocua. Cuando todo se interpreta desde la lógica del amigo-enemigo, el país pierde la capacidad de entender la complejidad de sus problemas. La violencia deja de ser un drama humano y pasa a ser un pretexto para reafirmar odios.
Mientras tanto, las verdaderas causas de la inseguridad, la inequidad y la corrupción siguen intactas. Nadie quiere escuchar diagnósticos serios, ni proponer soluciones de fondo: resulta más rentable políticamente incendiar, que construir puentes.
En el caso de Miguel Uribe Turbay, el país perdió no solo a un dirigente en proyección, sino también una oportunidad de unidad en torno al rechazo a la violencia. En lugar de un “nunca más” sincero, obtuvimos un “aprovechemos la coyuntura para destruir al otro”.
En este juego de todos contra todos, nadie gana realmente. Los ciudadanos comunes se convierten en espectadores cansados de una guerra verbal interminable, y a veces en víctimas colaterales de la misma. Los líderes políticos, cegados por el afán de protagonismo, no ven que están minando la legitimidad de las instituciones que dicen defender.
Y lo más preocupante: estamos normalizando la idea de que un crimen puede ser atribuido, sin pruebas, a quien nos resulta incómodo políticamente. Ese es el camino más corto hacia la destrucción del Estado de derecho.
Si no recuperamos la sensatez, si no logramos que la política vuelva a ser un espacio para el desacuerdo civilizado y no para el exterminio simbólico o real del contrario, Colombia seguirá atrapada en este espiral de odio.
Llamar a la mesura no es pedir silencio cómplice ni impunidad: es exigir que el debate se libre con argumentos, con respeto y con pruebas. Solo así podremos evitar que las tragedias personales sigan siendo combustible para las hogueras de la politiquería.
Por eso, hoy más que nunca, es necesario recordar que la vida —toda vida— debe estar por encima de cualquier cálculo electoral. Y que, cuando la política se convierte en un campo de batalla sin reglas, lo único que nos queda es una nación herida que camina, sin rumbo, hacia el abismo.