XVI Domingo de Tiempo Ordinario
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
Uno de los más reconocidos escritores franceses contemporáneos, vivió una crisis de fe siendo apenas un adolescente. Vivía en Argel, al norte de África, y caminaba con un amigo a la orilla del mar. De repente vieron a un grupo de gente alborotada. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe, aplastado por un autobús. La madre daba alaridos y el padre guardaba, hundido en silencio. El joven volteó hacia a su amigo, y luego de un silencio, señaló el cuerpo del niño, miró después el cielo y dijo a su amigo: “Mira, el cielo no responde”. Este escritor era nada menos que el ganador del premio Nobel de literatura en 1957, Albert Camus, a quien le sacudía el aparente silencio de Dios ante el sufrimiento de los inocentes, idea que desarrollará más tarde en su novela “La Peste”. Para él la muerte es un absurdo, porque la vida lo es, y la única manera de vivir esta existencia es mediante la rebelión. Famosísima es su frase que decía: “Dios niega al mundo y yo niego a Dios. ¡Viva la nada, puesto que es lo único que existe!»
Pero, las preguntas sobre el mal y el sufrimiento no son nuevas, están en el corazón del hombre de todos los tiempos que, tarde o temprano, se pregunta: ¿por qué sufre el inocente? Si Dios existe, ¿por qué permite el mal?, ¿Por qué aparentemente triunfan siempre los malos? Y Dios ¿tiene algo que decirnos sobre esto? Preguntas que ni siquiera Job obtiene respuestas.
Pues bien, nosotros señalamos que nuestra única fuente “directa” para poder encontrar cierta luz a este misterio está en la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. La vida del Nazareno, así como su Pascua, son la respuesta a todas las preguntas que los hombres se han hecho sobre esto.
Vittorio Messori preguntó al Papa Juan Pablo II su opinión sobre este tema en una entrevista. La respuesta del Papa fue tan radical como lo es el problema: para Juan Pablo II, el hecho de que Cristo haya permanecido en la cruz hasta el final, significaba que Dios está de parte de los inocentes y los que sufren. De modo que, al final, el Papa Juan Pablo II señaló: “Si no hubiera existido esa agonía en la cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría todavía por demostrarse”. Juan Pablo II afirma que Dios se hizo aliado de todos los sufrientes, cuando pendía de la Cruz, sufriendo y muriendo en ella, por lo que demostró la fuerza del amor salvador de Dios, y signo de la vida que brota de ella.
Lo que el Papa señalaba con esa frase es que Dios está en la Cruz acompañando a todos los sufrientes de la historia, pues no solamente subió a la cruz, sino que padeció la agonía y probó la misma muerte de todo hombre, pecador o inocente. Dios no habló sobre el sufrimiento, lo colgó de la Cruz; Dios no explicó el por qué del sufrimiento de los inocentes, nos señala a su Hijo inocente, muerto “por nuestros”. Dios no respondió ante las injusticias humanas, se dejó juzgar culpable, siendo inocente. Dios no se ha
quedado callado ante la muerte, la derrotó con la resurrección, para compartir la vida divina con todos los que mueren en el Señor.
Cuando iniciaba mis estudios en el seminario, me llamó mucho la atención el tema sobre el sufrimiento de los inocentes y la presencia del mal, sobre todo la presencia del mal radical que fuimos testigos en el siglo XX, en el que alcanzó dimensiones nunca vistas. El filósofo italiano Michele Federico Sciacca señalaba que, la razón por la cual él había regresado a su fe cristiana había sido porque en el evangelio y solamente con Jesús, él había podido encontrar una “respuesta” al tema del sufrimiento de los hombres.
Dios no responde a los “por qué” con frases explicativas, sino que ofrece su corazón abierto como respuesta; corazón que es refugio en el dolor y bálsamo en las penas. No juzga a nadie, se coloca a los pies de los hombres para lavarles los pies, en un acto de amor generoso. Sólo nos pide que, ASOMÁNDONOS EN EL MISTERIO DEL SU AMOR, EN EL SUFRIMIENTO DECIDAMOS ENTREGAR NUESTRO PENAR Y OFRECERLO JUNTO AL DE ÉL.
Ese es el punto que reflexionó y desarrolló San Pablo hace más de dos mil años.
La Carta de Pablo a los colosenses tiene, en muchos de sus puntos, una actualidad extraordinaria para el hombre de hoy que siente que el Terremoto del mal (en todas sus formas) y el sufrimiento (en particular de los inocentes) ahogan a la humanidad. En primer lugar, Pablo tiene que abordar la visión que tenían los cristianos de Colosas respecto a los ángeles, pues pensaban los colosenses que el universo estaba controlado por fuerzas angélicas, incluyendo la vida humana, que se veía dirigida por poderes sobrenaturales. Según los colosenses, para la salvación era necesario un conocimiento (epignosis) de estos seres y de su manera de actuar. Pablo rechaza este y otros errores doctrinales, señalando que el conocimiento verdadero del creyente es y deber ser solamente Cristo Jesús; y nada ni nadie (incluyendo los ángeles) son intermediarios entre Dios y los hombres, solo el Hijo de Dios. Finalmente, Cristo es la plenitud (pleroma) y es el Señor (Kyrios) de toda la Creación (Col 1, 15-20).
Y es este mismo Señor resucitado quien sigue obrando a través de la presencia activa del Espíritu, por medio de su Cuerpo visible, que es la Iglesia. Los sufrimientos de su Iglesia son también los sufrimientos de Cristo, mientras llega la consumación de la historia. Esta presencia viva es garantía de esperanza de una gloria futura para aquellos que se sostienen en la fe y en el amor.
Por eso es por lo que, desde el día de nuestro bautismo, no solamente fuimos marcados por Dios como propiedad suya, sino que por el Espíritu Santo que se nos otorgó, tenemos que anunciar el Reino de Dios, haciéndolo presente con nuestras palabras, con nuestras acciones, con nuestros sufrimientos y con nuestra muerte; pero todo ello en Cristo. Esa es la esperanza de la gloria (Col 1, 27), que afirma el apóstol.
Decía antes que “Colosenses” es una carta muy actual en muchos puntos, no solamente porque hay muchos católicos obsesionados por los ángeles, demonios, posesiones y doctrinas extrañas a la religión, sino también porque el sufrimiento, en especial de los
inocentes, sigue siendo una herida que aleja a muchos de la fe, en especial aquellos que han perdido a un ser amado, o porque padecen alguna enfermedad terrible, o viven en la soledad y abandono. A ellos Jesús les dice, “vengan todos los que están agobiados, que yo los aliviaré”.
Andrés Torres Queiruga, profesor de filosofía en Santiago de Compostela, señala: “Cuando fallan los razonamientos, queda siempre la mirada a la cruz; cuando la angustia o la culpabilidad amenazan, está la confianza, porque aunque nuestra conciencia nos condene, Dios es más grande que nuestra lógica y conoce todo (1 Jn 3,20); y cuando el sufrimiento parece vencer, ni muerte ni vida, ni alto ni profundo… podrán separarnos del amor de Dios (Rom 8,35-39).”
Es cierto, lo que aprendemos de la enseñanza de Pablo no es descubrir por qué sufrimos, sino CON QUIÉN y para qué podemos usar el sufrimiento. De este modo, no hay que preguntarle a Dios “por qué me tocó a mí”, sino creer que existe un para qué, y decirle con alegría: “¿toma, Señor, esta pequeña ofrenda de mi sufrimiento que te hago para bien de la Iglesia y gloria tuya?”.
Así es, sólo así entendemos la frase de Pablo: “me alegro de sufrir por ustedes, porque así completo lo que falta a la pasión de Cristo en mí, por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).
Tenemos que repensar el misterio de Dios desde el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección, pues solamente así podremos dar una respuesta “existencial” al problema del sufrimiento, y encontrar las energías para vencer el mal, a través del ejercicio del amor generoso y la fe confiada.
Empecé citando a un escritor que perdió la fe por no entender el misterio del sufrimiento. Termino citando a otro que la encontró y se hizo católico, contemplando el “poder y la gloria” en medio del sufrimiento de la Iglesia: Graham Green. Este autor inglés ahondó en el misterio de la gracia divina y la libertad humana en el mundo caótico del siglo XX, que le tocó vivir. En 1953 escribe:
“No juzguen al mundo que les parece abandonado por Dios: está habitado por Dios. No juzguen a la humanidad que, aparentemente a matado a Dios: ha sido salvada por Dios. No juzguen el fracaso de Dios, pisoteado por instituciones que se entregan a Satán, escarnecido en la debilidad de los sacramentos: el poder y la gloria de Dios están allí presentes.
Dios se sirve de las cosas que no son, para salvar a las que son. Una cosa que no era: la cruz, sin ella no seríamos nosotros los que seríamos. Tal es el misterio de la Pascua.
¿Por qué desanimarnos? ¿Que estamos en un mundo satánico? Cristo dejó hacer al poder de las tinieblas, el día de Viernes Santo. ¿Que somos incapaces de salvar a los hombres? Es Dios el que salva, y salva sirviéndose de nuestras debilidades. ¿Que pecamos? Dios busca, sobre todo, al pecador. ¿Acaso desesperamos? Como Jesús en la cruz, esperamos contra toda esperanza. ¿Que tenemos que perder a nuestros hijos? Hagamos entrega de ellos, como Abraham. ¿Por qué descorazonarnos? ¿Porque Dios ha muerto? También ha RESUCITADO.”
Solo para terminar, debo señalar que la fe en Dios, cuando es verdadera y fuerte, es como lámpara que nos ayuda a caminar en las tinieblas de una realidad que, muchas veces, golpea, desorienta, lastima y hasta mata. Pero, como dice el Salmo 23, “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo: Tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan”. Etty Hillesum, mientras esperaba ser deportada al campo de exterminio de Auschwitz, escribió algo que resume la respuesta verdadera del hombre de fe: “Me recojo en Ti, Dios mío; lágrimas de gratitud me inundan a veces el rostro, y es mi oración”.















