Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Pasaron dos meses desde el fatídico sábado en que le pegaron los tiros, y los dejamos pasar con la parsimonia que nos brindaba la esperanza ante lo inevitable. Desgranando otra vez recuerdos desde cuando se nos informó que entraba en agonía, he pasado este fin de semana la película en la que la vida me permitió ser más testigo que actor secundario.
Aquí, hasta esta casa de El Porce, vino un par de veces. La segunda vez llegó solitario, después de que, en la visita grupal anterior, oyó por mi propia voz que había sido compañero de su madre en los cuatro años que duró la aventura de la revista Hoy X Hoy, y yo escribía la última página de la publicación. Quería que le contara, desde mi vivencia, quién y cómo había sido su madre en ese trajinar.
Lo hice con la misma comprensión que tuve ante su tía Inés, cuando la tragedia familiar se le sobreponía y ella trataba de escapar del cerco filial que le tendería finalmente la muerte trágica. Extrañamente, mientras le oía, me parecía por momentos que quien me preguntaba era, a veces, el abuelo paterno, Rodrigo Uribe Echavarría, cuando generosamente me abrió la puerta de su casa, pese a ser yo apenas un provinciano acomodado que había llegado a estudiar en la Bolivariana. Simplemente, yo era el amigo de Inés.
Otras veces me parecía que estaba conversando con su abuelo materno, el presidente Turbay, dotado de esa prodigiosa memoria de los rostros, tan fundamental en el ejercicio político, reforzado eso sí el muchacho con la magia de la palabra que tenía Diana para hurgar y aceptar la realidad.
No sé cuánto le servirían mis recuerdos al pimpollo de concejal bogotano que se adentraba en la política, porque nunca volvió, ni la vida nos dio la opción de encontrarnos de nuevo. Pero, afectado por ese cariño de sus mayores, seguí paso a paso su transcurrir, desde secretario de Peñalosa hasta su ingreso —a todas luces equivocado— a las huestes envidiosas de los seguidores de Uribe.
Hoy apenas puedo musitar en mi vejez… y también, carajo, lo mataron.