III Domingo de Pascua
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
Aunque la ciencia y la tecnología nos han llevado a niveles antes no sospechados en el siglo actual, parece que el ser humano sigue anclado en el pasado, hundiéndose en el fango del pecado, buscando solamente desde su egoísmo la dicha pasajera a expensas de los demás. Vivimos en una cultura que Juan Pablo II calificó de “cultura de la muerte”.
Es cierto, al paso de los siglos avanzamos en tecnología, pero no en humanismo. Crecemos como sociedades de consumo, pero no en virtudes, razón por la cual siempre aparece la actitud pesimista frente a lo venidero. Lo mismo podemos decir de cada uno: pasan los años y no mejoramos, sino que pareciera que caminamos sin rumbo.
¿De qué está sirviendo tanto avance tecnológico si no podemos vivir como hermanos, si no podemos respetar el ambiente, si la única meta para muchos es el poder, el placer y el dinero? Además, en los países del primer mundo hoy está de moda en muchos sectores de la sociedad no solamente ser irreligioso, sino volverse anticristiano; creen que pueden lograr su propia salvación mediante la ciencia, las ideologías y los cambios sociales, pero sin Dios y sin Jesús, algo que definitivamente no es verdad. Jesús mismo lo afirmó: sin mí, nada pueden hacer.
Veámoslo con la imagen evangélica: Hemos salido a pescar en el mar de la vida. Hemos trabajado toda la noche, y notamos que las redes están vacías; que la sociedad no ha mejorado, como tampoco nuestras vidas. Hay más injusticias, más violencia, más sociedad sin Dios y sin moral.
La Liturgia en este día nos quiere hacer notar la presencia de Cristo resucitado, y nos hace ver que nuestro error ha sido justamente el haber intentado construir la sociedad y la propia vida sin Dios, sin la salvación de Jesucristo.
Juan maneja imágenes muy sugerentes: la humanidad lucha en la “noche”, es decir, en medio de las fuerzas destructivas del mal, pero Jesús viene “al amanecer”, es decir, como fuente de la luz de la gracia y de la vida. De este modo, en medio de la oscuridad su voz se eleva para invitar a su Iglesia y a cada uno de nosotros a intentar nuevamente la pesca, pero ahora bajo su luz y su guía, y es allí, guiados por la fe, que le descubrimos: «Es el Señor», como dijera Juan. Y sabemos que ahora sí, con Él, al recoger las redes, estarán llenas de peces.
Y es que, hermanos, conforme pasan los días y los años, me convenzo más y más de lo pobres, frágiles y egoístas que somos los seres humanos, y cómo las cosas verdaderamente importantes de la vida se nos escapan. En realidad, es Dios quien hace todo, quien puede hacer lo todo, incluso amarle a Él.
Si reconocemos nuestras limitaciones y nuestra falta de Dios, entonces podemos acudir a Él y a su gracia, y pedirle su luz y su ayuda. Por supuesto, nos preguntamos: ¿Cómo debemos actuar? No cambiaremos el mundo, eso es obra de Dios, pero si podemos empezar a cambiar nosotros.
¿Cómo?
- Debemos proponernos metas menores, pero más alcanzables.
- Ya no soñar con cambiar el mundo, sino al menos cambiarnos a nosotros mismos (pero hacerlo, pues es fácil criticar a los demás, pero no hacemos nada por cambiar nosotros).
- Pensemos que eso poquito que podemos hacer, acumulado día con día, podrá llegar a ser algo positivo para la vida de los demás y nuestra vida.
Por eso en los momentos de desaliento hay que recordar con emoción este pasaje del Evangelio de Juan (Jn 21, 1-19) y entender que antes de decirle a Jesucristo que le amamos más que los demás (como Pedro), debemos haber trabajado y pescado algo en la vida, pero con la ayuda de Él.
De hecho, la triple afirmación en el amor de Pedro es para nosotros una propuesta de camino espiritual.
- Pedro tuvo que ir renunciando a sí mismo en la entrega total a Dios (¿me amas más que estos?),
- para que tanto su misión en esta vida (apacienta a mis ovejas),
- como su fin como creatura al morir (cuando hayas envejecido, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras) tuvieran sentido y plenitud.
Y es cierto, cuando Pedro aceptó que solamente Jesús lo es todo y le entregó todo su amor y su fe, fue cuando pudo ejercer su misión en este mundo.
Añade un autor suizo: Sólo en la santidad de Dios es santo el hombre. Solamente unidos al Señor resucitado, solamente transformados por su amor; solamente enraizados en Él, podremos transformar nuestras vidas y nuestro mundo.
Porque «Jesús ha sido resucitado por el Dios de nuestros Padres» (cfr. Hech 5, 27-32.40-41) y sabemos que ha recibido del Padre el «poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (Ap 5, 11-14); y sabemos que, en medio de nuestro mundo oscuro y lleno de pecado y ante la aparente inutilidad de nuestras vidas, podemos esperar el cielo nuevo y la tierra nueva prometida a quienes tienen fe y son fieles al Evangelio.
Quiero terminar con una bella oración que escribió el P. José Luis Martín Descalzo con motivo del pasaje del Evangelio del día de hoy, y que expresa este anhelo humano de la presencia de Dios en nuestras vidas para hacer fructífero todo lo que emprendamos en la vida:
«Desde que tú te fuiste no hemos pescado nada. Llevamos veinte siglos echando inútilmente las redes de la vida y entre sus mallas sólo pescamos el vacío. Vamos quemando horas y el alma sigue seca. Nos hemos vuelto estériles lo mismo que una tierra yerma.
¿Estaremos ya muertos? ¿Desde hace cuantos años no nos hemos reído? ¿Quién recuerda la última vez que amamos?
Y una tarde tú vuelves y nos dices: «echa tu red a tu derecha, atrévete de nuevo a confiar, abre tu alma, saca del viejo cofre las viejas ilusiones, dale cuerda al corazón, levántate y camina»
Y lo hacemos, sólo por darte gusto. Y, de repente, nuestras redes rebosan de alegría, nos resucita el gozo y es tanto el peso del amor que recogemos que la red se nos rompe, cargada de ciento cincuenta nuevas esperanzas.
¡Ah, tú, fecundador de almas: llégate a nuestra orilla, camina sobre el agua de nuestra indiferencia, devuélvenos, Señor, tu alegría! Amén«














