Con la proximidad del cónclave que comenzará el 7 de mayo para elegir al sucesor del Papa Francisco, la atención se centra en las estrictas normas de confidencialidad que rigen este proceso milenario. La Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, promulgada por San Juan Pablo II en 1996, establece que los cardenales electores deben prestar un juramento solemne de secreto absoluto sobre todo lo relacionado con la elección del nuevo pontífice.
Antes de iniciar las votaciones en la Capilla Sixtina, los cardenales invocan al Espíritu Santo con el canto del himno en latín Veni Creator Spiritus. Posteriormente, cada uno pronuncia un juramento comprometiéndose a no revelar ninguna información sobre las deliberaciones, votaciones o cualquier aspecto relacionado con el cónclave, incluso después de concluido.
La violación de este juramento conlleva sanciones severas, incluida la excomunión automática (latae sententiae), según lo estipulado en la mencionada constitución apostólica.
Históricamente, el secreto en la elección papal no siempre fue la norma. En los primeros siglos de la Iglesia, el Papa era elegido por el clero y el pueblo de Roma. Fue a partir del siglo XII cuando se estableció que solo los cardenales tendrían la facultad de elegir al pontífice, y en 1274, con la Constitución Apostólica Ubi periculum de Gregorio X, se instituyó el cónclave tal como se conoce hoy, con el aislamiento de los electores hasta alcanzar una decisión.
En el contexto actual, con 133 cardenales electores reunidos en Roma, el cónclave se presenta como uno de los más diversos y potencialmente prolongados de la historia reciente. La falta de un candidato claro y las divisiones internas sugieren que el proceso podría extenderse más allá de lo habitual.
A medida que se acerca la fecha del cónclave, el mundo observa con expectación, consciente de que, tras las puertas cerradas de la Capilla Sixtina, se llevará a cabo una de las decisiones más significativas para la Iglesia Católica y sus fieles en todo el mundo.