Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Cuando la ambición y la terquedad se juntan, el resultado puede ser sorpresivamente bondadoso o inevitablemente desastroso. A ese punto hemos llegado en la congestionada vivencia de los colombianos que aspiran a ser presidentes. Basta con considerar un par de casos muy significativos en detalle y dejar otros en salmuera.
Quintero y Abelardito son ese ejemplo contundente. El otrora alcalde de Medellín, con una habilidad para buscar la hendija por donde meterse cual ratoncillo burgués, trató de arrimar a los partidos tradicionales, pero no encontró ninguna puerta que se abriera. Entonces giró para meterse en la consulta del Pacto Histórico y, en un abrir y cerrar los ojos, no solo se estaba retirando en plena contienda, sino causando un estertor diabólico en el progresismo donde quería aparecer matriculado.
A las diez de últimas surge aclamado por el sobreviviente partido AICO, en una asamblea donde se evidencia que hubo monetización de por medio, y vuelve, con su ambición innegable y su empuje habilidoso, a ingresar a la carrera presidencial luciendo un calzoncillo prestado.
Al otro lado, Abelardito, poniéndose firme y sabiendo que está capacitado para moler a cualquiera que le pongan enfrente —incluido el expresidente Uribe—, se ratifica en su candidatura respaldado por casi cinco millones de firmas, pero sin quitarse una letra de la matrícula uribista de sus calzoncillos. Paloma no le va a hacer ni cosquillas. Él le va a arrebatar los votos antipetristas a Uribe y se chupará, con embrujo, los de tantos colombianos mamados de la zurda que nos gobierna y de otros tantos aburridos de ver a Uribe ranchado con la misma mula y en el mismo camino.
Quintero y él son ambiciosos y parece que ambos tienen plata para meterle a la campaña. Nadie pregunta por sus orígenes, aunque todos creen saberlos. Pero en Colombia eso no importa. El asunto es que están ahí, captando opinión y tratando de arrollar con su verbo y sus desplantes, ambos con calzoncillos prestados.















