Votar con dignidad y responsabilidad: lo que los colombianos debemos exigir a nuestros candidatos

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Por: Juan José Gómez

Durante décadas, los colombianos hemos votado con la esperanza de un cambio, pero muchas veces lo hemos hecho sin verdadera información, sin diálogo, sin exigir lo mínimo: dignidad, preparación y responsabilidad. El resultado ha sido una democracia debilitada por el clientelismo, la improvisación y la vulgaridad política. No se trata de una exageración ni de una queja sin fundamento. Es una constatación dolorosa que se repite elección tras elección, como si estuviéramos atrapados en un ciclo de ingenuidad cívica y resignación colectiva.

En cada ciclo electoral, el espectáculo se repite con una precisión casi teatral. Candidatos presidenciales y aspirantes al Congreso recorren municipios con comitivas ruidosas, promesas recicladas y refrigerios simbólicos. Los caciques locales —figuras que deberían ser reliquias del pasado, pero que siguen vivas y activas en muchos distritos con cultura aldeana— organizan encuentros donde la retórica reemplaza el contenido, y el tamal sustituye el programa de gobierno. La escena es conocida y tristemente predecible: discursos vacíos, saludos efusivos, promesas sin sustento, y una despedida adornada con cemento, tejas o lechona. Luego, boletines inflados reportan “multitudes entusiastas” donde apenas hubo 74 asistentes. ¿Qué aprendieron esos votantes sobre el candidato? Nada. ¿Qué se les ofreció? Un favor, no un futuro.

Lo más grave no es la pobreza del contenido, sino la normalización del engaño. Se ha vuelto costumbre que los boletines de campaña hablen de “diálogos con el pueblo” cuando en realidad hubo monólogos sin réplica. Se ha vuelto aceptable que se inflen cifras de asistencia, que se maquillen las promesas, que se repartan favores como si fueran derechos. Y lo más preocupante: se ha vuelto habitual que el elector acepte ese juego, que lo tolere, que lo reproduzca. Porque en el fondo, muchos han aprendido a esperar del Estado no derechos, sino dádivas. Y esa es la raíz de nuestra debilidad democrática.

Este modelo debe terminar si queremos un gobierno que trabaje por el desarrollo integral de la comunidad. Cada ciudadano tiene el deber de informarse, de preguntar, de confrontar. No basta con escuchar promesas: hay que conocer la historia del candidato, su formación, su trayectoria, su conducta, sus promotores, y el origen de su financiación. Hay que saber quién lo respalda, a quién le debe favores, qué intereses representa. Porque nadie llega al poder solo, y quien llega con compromisos oscuros, gobernará en la sombra de esos pactos.

Votar no es un acto simbólico: es una decisión que define el rumbo del país por cuatro años. Por eso, el voto debe ser consciente, informado y exigente. El candidato debe demostrar que merece confianza, que sabe gobernar, que respeta el patrimonio público, y que sabrá rodearse de colaboradores íntegros. No basta con que prometa “cambio”. Hay que preguntarse: ¿cambio hacia dónde?, ¿con quién?, ¿a costa de qué?, ¿con qué medios y con qué principios?

Durante el gobierno del llamado Pacto Histórico, Colombia vivió un cambio, sí, pero no el que se prometió. Se sustituyeron las buenas maneras por la chabacanería, la honestidad por la corrupción, y la diplomacia por la grosería. Las relaciones internacionales se deterioraron, la institucionalidad se debilitó, y el discurso público se llenó de resentimiento, improvisación y desdén por las formas republicanas. El cambio fue real, pero fue un cambio para peor. Y eso no puede volver a ocurrir. No podemos permitir que la frustración con el pasado nos lleve a abrazar cualquier alternativa sin escrutinio. No podemos seguir votando por reacción, por rabia o por costumbre. Debemos votar con criterio, con memoria y con visión de futuro.

La democracia no se construye con tamales ni con adobes. Se construye con ciudadanos que preguntan, que leen, que debaten, que votan con dignidad. Colombia necesita electores que no se dejen comprar, sino que exijan rendición de cuentas. Porque el futuro del país no está en manos de los candidatos: está en manos de quienes los eligen. Y si queremos un país distinto, debemos empezar por ser electores distintos. No hay atajo. No hay milagro. Solo hay responsabilidad.

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