Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Palmira ha sido una ciudad seleccionada, desde antes de nacer, como sucursal productiva: primero de Buga y después de Cali. En tal condición, sus líderes —desde los Eder hasta los Becerra— protegieron e impulsaron su crecimiento industrial y comercial, y su habilidad para congeniar con la vena inagotable de la agricultura. Sin embargo, no le imprimieron el carácter parroquial que ha hecho singular al rosario de ciudades vallecaucanas.
En el siglo XIX miraban a Buga, y allá conseguían los elementos educativos. En el XX, cuando entre el tren y la carretera se conectaron con Cali, crecieron en una dependencia casi absoluta de la capital del Valle. Tan solo se ganaron, a pulso y votos, su reconocimiento como el conglomerado humano más liberal del país; pero ni los muchos políticos que eligió al Congreso ni quienes fueron sus dirigentes le dieron la categoría que se merecía.
Lo máximo que consiguieron fue obispo. Pero después, cuando la Universidad Nacional montó su famosa y respetada Escuela de Agronomía, y la ciudad creció tanto que se bastó a sí misma, los elementos constitutivos de su parroquialidad fueron creciendo y autonutriendo sus esperanzas para dejar de ser sucursal.
Hoy, a las 6 p. m., un grupo de titanes inaugura la Primera Feria del Libro de Palmira, llamada —ilusamente— Entre Palmas y Samanes. Yo, tan unido sentimentalmente a ese terruño, estaré presente para conversar con el palmirano que más rangos ha ocupado: Manuel Francisco Becerra. Pero no hablaremos de política, sino de mi novela El Papagayo, y de lo importante o negativo que es guardar las historias y bochinches pueblerinos para caracterizar temperamentos ciudadanos.
Recordaré en ese momento a Roke, el primer amor de mi vida; al lego de los agustinos que, con mirarme el iris del ojo, descubrió quién iba a ser; y a ese apartamentico nono que sostuve frente a las bodegas del Idema para mis citas de amor y mis deberes literarios, donde escribí La Boba y el Buda.