Por: Aldrin García – Director de Totus Noticias
Gustavo Petro insiste en proclamarse “el jefe de los alcaldes”. Una frase que parece sacada de una república bananera donde todo debe pasar por la orden del gran caudillo. Pero en Colombia la historia es otra: los alcaldes no tienen jefe. Ni Petro, ni nadie. Sus únicos jefes son los ciudadanos que los eligieron con el voto.
Lo curioso es que Petro repite esa frase con la seguridad de quien cree que todos le deben obediencia. Se asume jefe y, de paso, libertador. Como si se tratara de una versión tropical de Bolívar, pero sin espada, sin caballo y con cuenta de Twitter. Se imagina al mando de ejércitos de alcaldes alineados en formación, cuando en la realidad lo único que genera es molestia y respuestas en contra.
Ahí está el ejemplo de Federico Gutiérrez, alcalde de Medellín, que le contestó de frente: “Mis jefes son los 2.500.000 ciudadanos de Medellín”. Carlos Fernando Galán en Bogotá, Alejandro Eder en Cali y hasta gobernadores se sumaron a la ola de réplicas. Y para que no quedara duda, la Federación Colombiana de Municipios tuvo que recordarle que los alcaldes no son subalternos del presidente. Eso lo dejó mal parado: no como jefe, sino como alguien que no entiende la Constitución que juró defender.
El problema es más de fondo. Petro confunde la autoridad con el caudillismo. Piensa que por levantar la voz ya todos deben cuadrarse firmes. Pero ni manda ni convence. Y aquí está la gran diferencia: el jefe cree que imponer es suficiente, mientras que el líder sabe que su fuerza está en inspirar, escuchar y sumar. Petro no logra ninguna de las dos. Ni es jefe porque no lo reconocen, ni es líder porque no convoca.
Su estilo se reduce a pelear con todo el que no piense como él. Ha peleado con alcaldes, con gobernadores, con empresarios, con periodistas, con expresidentes, con asociaciones, con Estados Unidos, con cifras inventadas… hasta con el sentido común. En cada pelea, Petro se cree el salvador de la patria, el último libertador que vino a redimir al pueblo. Pero lo cierto es que en lugar de salvar, divide; en vez de unir, enfrenta; y en vez de liderar, improvisa.
Un verdadero líder no necesita gritar que lo es, ni imponer su autoridad con frases altisonantes. Un líder escucha, entiende, se rodea de equipos capaces y respeta a quienes también tienen poder de decisión. Liderar es inspirar confianza, dar ejemplo con acciones, asumir responsabilidades y generar unidad incluso en medio de las diferencias. Un líder sabe que su fuerza no está en la soberbia, sino en la capacidad de sumar voluntades y de mostrar resultados que hablen más fuerte que los discursos.
Colombia no necesita un “capataz” de discursos ni un “redentor” de redes sociales. Necesita un líder real, alguien que entienda que gobernar es construir acuerdos y no trincheras. Paradójicamente, Petro tanto critica a Álvaro Uribe, pero si algo no se le puede negar al expresidente es que supo ejercer liderazgo. Uribe no necesitaba declararse jefe para que alcaldes y gobernadores lo buscaran; su liderazgo se basaba en presencia, resultados y capacidad de convocar. Lo seguían incluso quienes no lo querían. Eso es lo que distingue a un líder de un jefe de palabra: la legitimidad que se gana en el terreno, no la que se grita desde un atril.
Hoy Petro quiere ser jefe, pero no lo reconocen. Sueña con ser líder, pero no lo siguen. Y en esa contradicción está el problema de su gobierno: un presidente que se imagina Bolívar, pero que actúa más como un polemista sin norte. La Colombia de hoy necesita liderazgo, no jefatura de cartón. Y mientras no lo entienda, seguiremos con un país gobernado a punta de peleas, pero huérfano de líder.