Contracorriente: La ley del embudo en la política colombiana

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Por: Ramón Elejalde Arbeláez 

En la tradición popular se ha consolidado la expresión “ley del embudo” para referirse a una práctica recurrente de injusticia: lo ancho para unos y lo angosto para otros. Es decir, que los beneficios, reconocimientos y privilegios se distribuyen de manera selectiva, mientras que las culpas, responsabilidades o sanciones recaen siempre sobre un mismo actor. En la política, esta metáfora cobra especial vigencia, pues describe con nitidez una conducta que se ha convertido en costumbre en nuestro país: atribuir los éxitos a ciertos gobernantes locales y cargar las derrotas al presidente de la República.

Hoy asistimos a un escenario en el que, si se producen logros en seguridad, golpes al narcotráfico, al microtráfico o a estructuras criminales, esos triunfos son presentados como conquistas exclusivas del gobernador de Antioquia o del alcalde de Medellín. Pero si ocurren episodios violentos —como los lamentables sucesos recientes en Amalfi y Cali—, la narrativa cambia y el responsable inmediato se convierte en Gustavo Petro, presidente de la Nación. La ley del embudo opera con todo su rigor: lo ancho para los mandatarios regionales, lo angosto para el jefe de Estado.

Los hechos ocurridos en Amalfi y en Cali son dolorosos y condenables. La violencia nunca puede justificarse y menos aún convertirse en bandera política. Sin embargo, lo que resulta preocupante es el uso instrumental que algunos mandatarios hacen de esas tragedias para reforzar su distancia con el gobierno nacional. Basta recordar las palabras del gobernador de Antioquia, quien afirmó no haberse reunido con el presidente para discutir los temas de seguridad y que, en cambio, prefiere hablar directamente con policías y soldados. Tal afirmación revela una postura que no corresponde a la responsabilidad de un gobernante.

Los alcaldes y gobernadores no son caudillos aislados ni jefes de pequeñas repúblicas autónomas. Su papel, en un Estado unitario como el colombiano, es articularse con el gobierno central y trabajar de manera armónica en beneficio de la ciudadanía. Gobernar implica coordinar, sumar esfuerzos y fortalecer las instituciones, no alimentar choques permanentes que, al final, solo favorecen la fragmentación política y dejan al ciudadano desprotegido.

Llama la atención que los mismos mandatarios que exigen resultados inmediatos al presidente sean incapaces de reconocer las acciones positivas del Ejecutivo. En el caso de Amalfi, por ejemplo, el gobernador alegó haber enviado alertas tempranas sobre la situación en la zona; sin embargo, el Ministerio de Defensa demostró que tales advertencias recibieron respuesta y acompañamiento. No se puede entonces ignorar la complejidad del fenómeno terrorista, que por su carácter mimetizado, oculto y sigiloso resulta difícil de anticipar. El terrorismo, en ocasiones, puede ser obra de un solo individuo decidido a causar daño desde la soledad de su perversidad. Pretender que cada acción se pueda prevenir, es desconocer la naturaleza misma del flagelo.

Los actuales mandatarios locales fueron elegidos para administrar sus territorios, no para fungir como líderes de la oposición. Esa tarea le corresponde a los partidos y movimientos políticos que, desde el Congreso o desde la arena electoral, confrontan al gobierno nacional. Convertir gobernaciones y alcaldías en trincheras de oposición permanente no solo empobrece el debate democrático, sino que traiciona el mandato popular recibido.

Los ciudadanos votaron por propuestas de desarrollo, seguridad, empleo y bienestar, no por discursos destinados a desgastar la figura presidencial. De seguir por esa senda, al término de sus períodos, los gobernantes regionales solo podrán exhibir como balance una confrontación estéril con el presidente, sin resultados tangibles para sus comunidades. Y, lo más grave, habrán hipotecado la gobernabilidad en aras de posicionarse como aspirantes a futuras candidaturas nacionales.

La política no puede reducirse a un cálculo electoral. Gobernar exige visión de Estado, generosidad y sentido de corresponsabilidad. En momentos de crisis, los liderazgos locales y nacionales deben remar en la misma dirección para transmitir confianza a la ciudadanía. La fractura, en cambio, genera incertidumbre y debilita la legitimidad de las instituciones.

Otro aspecto que merece atención es la actitud del gobernador de Antioquia frente a los procesos judiciales que se le adelantan. En un país democrático, la justicia debe tener independencia y autonomía. A ella corresponde investigar, juzgar y decidir. Ningún gobernante debería politizar sus propias investigaciones ni presentarse como víctima de persecución sistemática.

La recomendación es clara: si sus actuaciones como alcalde de Rionegro fueron correctas, no tiene nada que temer. Las instituciones judiciales cuentan con instancias, garantías procesales y mecanismos de revisión que impiden arbitrariedades. Los jueces de primera y segunda instancia son quienes determinan responsabilidades, no los titulares de los noticieros ni los discursos de plaza pública. Presionar a la justicia, señalarla o desacreditarla no fortalece la democracia, sino que erosiona la confianza ciudadana en uno de los pilares del Estado de derecho.

Convertirse en mártir anticipado de un proceso judicial no es un acto de valentía política, sino una estrategia de distracción que aleja al gobernante de sus verdaderas funciones. Los ciudadanos esperan soluciones concretas a problemas de seguridad, infraestructura, educación y salud, no relatos épicos de persecución personal.

Colombia necesita un liderazgo responsable y articulado. El país no puede seguir atrapado en la lógica de la ley del embudo, donde lo positivo se capitaliza en lo local y lo negativo se endosa al nivel nacional. Los gobernadores y alcaldes deben entender que su papel no es acumular dividendos políticos a costa del presidente, sino construir soluciones compartidas.

La violencia que golpea a nuestros territorios no se resuelve con discursos de confrontación, sino con estrategias conjuntas, inteligencia coordinada y voluntad política de todos los niveles de gobierno. La ciudadanía está cansada de ver cómo los dirigentes se enfrascan en disputas mezquinas mientras la inseguridad, el narcotráfico y el terrorismo siguen golpeando a comunidades enteras.

Más que criticar al presidente en cada micrófono, los mandatarios locales deberían sentarse a la mesa, trabajar con las instituciones nacionales y demostrar que gobiernan para todos, no solo para su propio capital político. Gobernar, al fin y al cabo, no es abrir trincheras de oposición ni manipular la justicia, sino ejercer la responsabilidad pública con madurez, transparencia y sentido de nación.

Solo cuando logremos superar la tentación de la ley del embudo, podremos hablar de una verdadera democracia incluyente y de un Estado que funciona para todos por igual.

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