Primero disparan con el teclado… y luego lloran en Twitter (X)

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Por: Aldrin García Balvin – Director de Totus Noticias

Así me odien muchos y a otros no les guste lo que digo, hoy me expreso con lo siguiente: en Colombia la violencia no solo se dispara con balas… también se activa con trinos. Y hay políticos que lo saben. Lo usan. Y luego, cuando el país arde, salen a escribir con voz de poeta dolido, como si no hubieran tenido nada que ver con el incendio que ellos mismos ayudaron a prender.

Solo uno días antes del atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, el presidente Gustavo Petro lanzó un trino más ácido que institucional:

“¿El nieto de un presidente que ordenó la tortura de 10.000 colombianos, hablando de ruptura institucional?”

¡Boom! El país, como siempre, quedó partido. Unos aplaudieron, otros condenaron, pero todos sabíamos lo mismo: el tono no era de Estado, era de esquina. De pelea. De provocación.

Pero esto no comenzó allí. Si alguien cree que fue una reacción aislada, basta con revisar el trino del 1 de mayo, Día del Trabajo, donde Petro ya venía cocinando su discurso agresivo:

“¿Vas a llevar, Miguel Uribe, como tu abuelo, a diez mil colombianos a la tortura para frenar al pueblo? Ya no podrás, el pueblo se ha decidido.”

Ese “ya no podrás” no es una opinión. Es una sentencia. Un intento de marcar a un opositor como heredero de la represión. No es política. Es activismo peligroso desde la Presidencia. Es arrojar gasolina a un país con mecha corta. ¿Y luego qué? Luego se lamentan. Escriben poemas. Y se lavan las manos.

Después del atentado, Petro apareció con tono sentimental:

“Ay, Colombia y su violencia eterna… Quieren matar al hijo de una árabe en Bogotá… Mi solidaridad a la familia Uribe y a la familia Turbay…”

Qué conmovedor. Pero qué conveniente. Porque no se puede sembrar odio el lunes y llorar el martes. Petro divide con sus trinos, con sus polémicas, con su activación de la primera línea, con su desesperación por la consulta popular y su ansiedad política por sostenerse en el poder. El presidente no calma: incendia. No lidera: empuja. No unifica: señala.

Y ahí aparece su escudero de trincheras, Daniel Quintero, diciendo que el arma era una Glock austriaca, muy costosa para un niño. “Detrás del atentado hubo fuerzas poderosas”, dice. Traducción: otra vez, la oligarquía, la mafia, el cuco que siempre está. No hay una condena limpia. Todo viene con sospecha, con guión ideológico, con cálculo de campaña.

Mientras tanto, la mayoría de los precandidatos presidenciales —de distintos sectores— sí hicieron lo que había que hacer: salieron a rechazar el atentado, sin dobles lecturas ni venenos camuflados. Fueron claros, firmes, solidarios. Pero otros, como los mencionados, prefirieron usar la tragedia como alfombra para su retórica. Que no se nos olvide.

Y como si no bastaran los trinos, llegó la alocución presidencial. Esperábamos un mensaje firme, institucional, reparador. Pero no. Lo que recibimos fue un discurso entre líneas, lleno de metáforas, con ese estilo de “presidente poeta en tono grave” que se duele con una mano y con la otra señala enemigos invisibles.

Petro dijo que “el uso político de estas horas de un hecho tan grave como que un dirigente político de Colombia… haya sido víctima de un intento de asesinato, es algo que ojalá no prospere”. Hasta ahí, bien. Pero como siempre, el final de sus frases no es paz, es fuego: agregó que “la primera responsabilidad del presidente de Colombia es cuidar la vida de su propia oposición”. Aplausos. Cámara lenta. Fondo de violines.

Pero no pasaron ni cinco segundos cuando la ternura institucional se convirtió en otra cosa:
“Hay ratas de alcantarilla que están intentando usar políticamente este atentado.”
Ahí está. En una sola frase pasó de presidente a fiscal, y de víctima solidario a juez que reparte culpas con un léxico que ni en el peor debate de secundaria. ¿Es ese el nivel del jefe de Estado? ¿Así es como se construye paz?

Y lo más grave: seguimos relativizando la violencia. Seguimos dudando de todo. “¿Autoatentado?” “¿Fue armado?” “¿Quién gana con esto?”. Nos olvidamos de Galán, de Jaramillo, de Pizarro. Nos olvidamos de que en este país, los precandidatos presidenciales sí mueren. Y cuando la historia se repite como farsa, es porque la memoria se borró a punta de celular.

Hoy no deberíamos estar discutiendo trincheras ideológicas. Hoy deberíamos estar llorando como país. Reflexionando como país. Reaccionando como país. Pero ya nos cuesta hacerlo sin hashtags. Somos más seguidores que ciudadanos. Más opinadores que constructores de país.

Y mientras el país sangra, el poder juega con la retórica: trina, acusa, dramatiza, y luego llama “ratas” a quienes no piensan como él. Esa no es la voz del cambio. Eso es el eco rencoroso del poder con complejo de víctima.

Así que por favor, unámonos. Pero no solo en mensajes de Twitter o pronunciamientos con retórica reciclada. Unámonos como país. Y unámonos en oración, para ver si algún día conseguimos la paz.
No esa paz de Santos camuflada en un Nobel, negociada entre aplausos internacionales y silencios internos,
sino una paz verdadera.
La que no se tuitea, pero se respira. La que no se escribe con odio, sino con verdad.

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