Por: Aldrin García Balvin – Director de Totus Noticias
La alocución del presidente Gustavo Petro de esta semana fue tan larga como confusa. Se suponía que era un mensaje institucional sobre el sistema de salud y el presupuesto nacional, pero terminó siendo un desahogo presidencial transmitido en horario triple A, en el que hubo de todo, menos claridad.
Lo que vimos fue un monólogo donde el presidente habló de hipopótamos, porno, Bolívar, Wall Street, colonias y hasta de la raza de los perros. Todo esto mientras el país esperaba una explicación seria sobre los 50 billones de pesos que no aparecen en el sistema de salud. Pero no. Lo que recibimos fue una mezcla de cifras sueltas, acusaciones sin pruebas y frases que, en cualquier otro contexto, serían motivo de chiste.
Una de las frases que marcaron la noche fue esta: «Nadie que sea negro me va a decir que hay que excluir un actor porno». Así, sin anestesia. Y uno no sabe si reír o llorar. ¿Qué tiene que ver el color de piel con la industria del cine para adultos? Nadie lo entiende. Pero así arrancó el presidente su alocución, como quien lanza una provocación y se queda esperando los aplausos.
Después vinieron los ataques a los medios de comunicación. Según Petro, los periodistas tienen la culpa del caos en la salud. No las EPS intervenidas, no la falta de medicamentos, no los hospitales desfinanciados, no las cifras que no cuadran. No. La culpa es de quienes informan. También dijo, textual: «Yo me paso el 80% de mi tienda… de mi tiempo… de la alcaldía… de la presidencia…». Ni siquiera pudo terminar la frase. Un lapsus que resume perfectamente el nivel de improvisación.
Pero hubo más. Mucho más. En un intento de ilustrar el estado emocional del país, soltó otra perla: «En ese pueblo no adoran a Bolívar, sino a los hipopótamos». Y lo dijo entre risas, como quien remata un chiste interno. Según él, los hipopótamos deberían estar en la India. Como si eso explicara el desastre sanitario o el desangre presupuestal.
Lo más grave, sin embargo, no fueron sus salidas de tono, sino su incapacidad para reconocer que el sistema de salud está peor que nunca. En lugar de ofrecer soluciones, se dedicó a justificar el desorden con una retahíla de acusaciones contra el pasado: Duque, Santos, Uribe, las EPS, los bancos, Forbes, los ricos, los españoles, los esclavistas, los jueces y hasta los recicladores. Todos culpables, menos su gobierno.
Afirmó con orgullo que su gestión ha logrado reducir en 707 mil millones las deudas con hospitales. Pero minutos después reconoció que la deuda total ronda los 50 billones. Es decir, hizo una gota en el océano y la vendió como proeza. Habló de corrupción, pero sin anunciar ninguna denuncia concreta. Mencionó cifras, pero sin contexto ni respaldo. Dijo que su reforma a la salud es urgente, pero no explicó cómo va a financiarla.
Y para rematar, entre comparaciones históricas forzadas, aseguró que ya no somos colonia de España, sino de Wall Street. Que nos volvimos esclavos de los ricos, de los dueños del capital, de los empresarios de la salud. Según él, lo único que queda es levantarnos y hacer una nueva independencia. Aunque para eso no tenga ejército, ni batallas, ni estrategia, ni respaldo popular.
El presidente no está gobernando. Está narrando una épica personal donde él es Bolívar, Gaitán, el Che y Jesucristo, todo en uno. Está convencido de que está salvando al pueblo mientras el pueblo hace filas en clínicas sin insumos, espera citas médicas que no llegan y ve cómo los hospitales públicos se derrumban sin que nadie los rescate.
Su discurso no fue una alocución. Fue un acto de teatro. Una mezcla de arrogancia, victimismo y caos. Un intento desesperado por culpar a todos y salir limpio. Pero la realidad no se cambia con palabras largas ni con frases rebuscadas. Se cambia con gestión, liderazgo y resultados. Y de eso, este gobierno está quedando debiendo mucho.