Mantengamos encendida la llama de la esperanza

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II Domingo de Adviento

Por: P. Miguel Ángel Ramírez González

Recordaba con mucho detalle los maravillosos años de infancia y lo que significaba esperar el amanecer y poder descubrir las maravillas de regalos que los Reyes Magos nos habían traído. Esas noches recuerdo que me parecían larguísimas, pero el corazón latía con más fuerza a medida que veía correr las agujas del reloj esperando el amanecer. Y a las 6 de la mañana, con mis hermanos, corríamos al “Nacimiento” para descubrir los regalos; todos queríamos “saber” qué nos habían traído los Reyes Magos.

Hoy reflexiono sobre eso y creo que nuestros corazones están hechos para vivir en esperanza, a creer de verdad que hay algo inmenso, glorioso, maravilloso al final de nuestras historias. Decía un autor que Dios permite las noches del alma, para que añoremos con más fuerza el amanecer de su luz, y estoy de acuerdo, pues así es como actúa la esperanza.

¿Saben cuál es la peor epidemia de nuestro mundo actual? Ha perdido la esperanza. El violinista Yehudi Menuhin de su experiencia de vida en el siglo XX, dijo en una entrevista: «Si tuviera que resumir el siglo XX, diría que despertó las mayores esperanzas que haya concebido nunca la humanidad y destruyó todas las ilusiones e ideales». Pero esto tiene consecuencias terribles. El Padre Olegario González de Cardedal señala:

«Nietzsche introduce una nueva orientación en la historia de Europa reclamando la soledad para un individuo que decide erguirse soberano frente a Dios y sin prójimo. La gravedad de su gesta no es sólo que haya intentado dar muerte a Dios, sino que ha proyectado una humanidad sin prójimo, un absoluto sin alteridad. Con la desaparición de Dios de su horizonte entra en crisis la metafísica y con la desaparición del prójimo entra en crisis la ética»

No sabe en quién depositar su fe, no comprende la fuerza del amor liberador y, encerrado en su mundo oscuro y egoísta, ha perdido la capacidad de esperar. Como decía Fernando de Villena en su poema “Vacilaciones de la fe”, luego de dolerse porque el mundo no ha aprendido las palabras del Hijo de Dios, termina diciendo:

No sé si de verdad existes, pero ahora quisiera

que de verdad existieses para sanar tanta pena,

para colmar tanta esperanza.

Cuando quitamos a Dios del horizonte de la realidad, no existe nadie que garantice lo que anhelamos. Sin Dios, no hay posibilidad de vivir con alegría, ni de morir en esperanza. El Salmo 119 dice: “Sosténme, Dios mío, con tu promesa viviré; no defraudes mi esperanza” (v. 116). Aquí no hablamos de la esperanza que quieren inventarnos las ideologías, y que terminan en la nada; nos referimos a la esperanza teologal, la virtud que nos hace esperar en Dios y a Dios, pues es el único garante de vida y felicidad. Con todo y la riqueza que tiene nuestra lengua castellana, decimos, por ejemplo, “espero que mañana no llueva”, y usamos la misma palabra “esperanza” cuando decimos que espero un amanecer sin lluvia que espero resucitar en Cristo. En francés hay una diferencia sutil pero que aclara. Ellos tienen dos palabras: “espoir” y “esperance”. La primera se refiere a algo meramente humano o algo natural que acontecerá; pero la segunda expresión es teologal, que significa que se espera algo que no está en nuestras manos, sino en las divinas, como decir, “espero resucitar en Cristo”.

Es por eso que en el tiempo de ADVIENTO debemos dejar que la llama de la gracia encienda la esperanza teologal. Adviento es dejarnos iluminar por esta virtud que acepta el don de la vida en Cristo, Hijo de Dios, y la esperanza que nos dice que la historia es regida y dirigida por Él, hacia una meta que es Él mismo. A eso es a lo que se refiere san Pablo en el texto que dirige a los romanos: “Hermanos: todo lo que en el pasado ha sido escrito en los libros santos, se escribió para instrucción nuestra, a fin de que, por la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza” (Rm 15, 4). Así entiende Pablo los textos santos: son revelación de Dios y de su voluntad expresada en Cristo Jesús, cuya función es la de instruirnos, para que podamos crecer en paciencia y consuelo en la espera de la consumación del Reino de Dios.

Leyendo los textos bíblicos, siempre veo que los seres humanos nos vemos retratados, para bien o para mal, en los personajes. Qué bien podemos dibujar la personalidad arrebatada y sencilla de Pedro, la inocente figura de Juan el evangelista, incluso la sombría personalidad de Judas. Y en ocasiones nos sentimos como esos personajes: traidores y arrebatados como Pedro, confiados y serenos como Juan, incrédulos reticentes como Tomás, o arrebatados y enamorados como san Pablo. Yo siempre he creído que Juan bautista es el mártir bíblico de la esperanza, pues dio su vida por un ideal, y sin ver consumado el Reino, se entregó totalmente a la esperanza.

Y también, porque al leer los textos bíblicos escuchamos el llamado de Dios para crezcamos en la fe y esperanza, y para que vayamos moldeando la vida según el querer de Dios. Pablo exhorta a la comunidad de Roma: “Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, les conceda a ustedes vivir en perfecta armonía unos con otros, conforme al espíritu de Cristo Jesús, para que, con un solo corazón y una sola voz alaben a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo”. Vivir la armonía, el perdón, la unidad en el amor, es hacer presente el Reino de Cristo, volviéndonos un corazón que se levanta en alabanza al Padre.

Pero lo importante, nos recuerdan los evangelios, no es cuánto tiempo nos llevará ese cambio de vida, sino la meta a la que debemos llegar: Jesús. Ojalá y algún día podamos decir, como San Agustín: tarde te encontré belleza tan amada y tan antigua; tarde te encontré, pero mi corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti.

Casi siempre hablamos de la fe que es la respuesta del hombre al Dios que se revela; hablamos también del amor y su importancia de este en la vida de fe, pero hablamos poco de la esperanza, que es la virtud que nos moldea en nuestro caminar hacia el encuentro del Señor, en la seguridad de que se cumplirá lo que promete.

La virtud de la esperanza es dinamismo, transformación, búsqueda y espera de recibir lo que Dios promete. Aprender a vivir de la esperanza ayudará a que podamos vivir la madurez cristiana. ¿Cómo? Cuando se vive la esperanza, se puede ser fiel a uno mismo y a los grandes ideales en las buenas y en las malas. Se persevera hasta el final con los ojos puestos en la meta; porque el mundo siempre será malo y violento, oscuro y frío, e inclinado a la destrucción. Y el cristiano que tiene esperanza ve la realidad sin espantarse por ella, y se dispone a transformar su realidad. Claro, con las armas del amor y la verdad, con la luz del evangelio.

Siempre me ha cautivado la vida y la obra de Fiódor Dostoievski, pues refleja muy bien la búsqueda de Dios en medio de la oscuridad que le tocó vivir. El tuvo una vida marcada por la enfermedad de la epilepsia, el endeudamiento económico y una condena a muerte que le fue conmutada por varios años en Siberia. Fue su confianza en la naturaleza humana y su fe en Cristo lo que le sostuvo al paso de los años. Su confianza nacía del conocimiento de lo que la fe puede hacer en el corazón humano cuando se deja inundar de la gracia de Dios. Stefan Zweig decía que cuando Dios quiere forjar a un novelista, le hace vivir todas las situaciones y sentimientos: la dicha del triunfo, el sufrimiento de la enfermedad y caminar por las cloacas de la miseria humana. Así fue con Dostoievski y su convencimiento al final fue que solamente la belleza y el amor divino lograrían transformar el corazón humano. Como un reflejo de él, hace decir las siguientes palabras a uno de sus personajes, poco antes de morir:

“Yo bendigo todos los días la salida del sol, mi corazón le canta un himno como antes, pero prefiero su puesta de rayos oblicuos, evocadora de dulces y tiernos recuerdos, de queridas imágenes de la vida, larga vida bendita, coronada por la verdad divina que calma, reconcilia y absuelve. Sé que estoy al término de mi existencia y siento que todos los días de mi vida se unen a la vida eterna, desconocida pero cercana, cuyo sentimiento hace vibrar mi alma de entusiasmo, ilumina mi pensamiento, me enternece el corazón”.

Cerca de la muerte, pero se sabe en la antesala de la resurrección, y esa esperanza de vida en Dios le hace “vibrar el alma de entusiasmo y enternecerle el corazón”. Lo extraordinario de estos hombres, como los santos, es que no son de los que se dejan llevar por la corriente, diluyéndose en el montón y viviendo los mismos criterios del mundo, sino que son aquellos que saben lo que tienen que hacer, y lo hacen con alegría, con honestidad, con deseos de lograr algo bueno en la vida. Son los que creen que su esfuerzo colabora para que la vida pueda ser transformada en una vida más bella, activa y honrada. Es decir, creen en el Reino de Dios, y por ese Reino consagran su vida en la espera de su cumplimiento.

Juan Bautista, como San Pablo, son ejemplos muy bellos de fortaleza en la adversidad; de amor en tiempos de odio y desamor; de alegría en medio de la gris tristeza de los hombres, y de fe en medio de un mundo de descreídos. Porque su mundo no era muy distinto al nuestro, sino que era muy opuesto al cristianismo. Sin embargo, desde su propio corazón podía decir a todos: El mejor antídoto a una existencia falta de fe y de amor a la vida, es este: una vida de gozo, de oración, una vida donde tomamos lo bueno que nos da el mundo y rechazamos lo malo, una vida llena de fe en Dios y de confianza en Él, que siempre es fiel, y una esperanza abierta a lo que nos promete. Es lo que Pablo les quiere decir a sus comunidades. Pero se necesita fe y la fuerza del Espíritu Santo para poder lograrlo, como Pablo dice hoy: “conforme al espíritu del Cristo Jesús”.

Alguien afirmaba que la sustancia de la fe es la esperanza, así como el amor es su concreción. Es verdad, por eso, el Padre Olegario González de Cardedal, citando a Pablo y la Carta a los Hebreros, señala: «La esperanza tiene en Dios Padre su origen, en Jesús su signo histórico verificable y en el Espíritu su agente inmediatizador a las conciencias. «Dios de la esperanza» (Rm 15, 13), «Jesucristo consumador de la esperanza» (Heb 12, 2), «Espíritu Santo que al derramar el amor de Dios en nuestro corazón nos asegura que la esperanza no defrauda» (Rm 5, 5). Estos son los tres pilares de una teología cristiana de la esperanza».

Es verdad, la Santísima Trinidad son el fundamento y la meta de nuestra esperanza. Queda, sin embargo, la pregunta: ¿qué es lo que esperamos? Respondemos que esperamos la salvación de los elegidos, esperamos el “cielo nuevo y la tierra nueva”, regalo de Dios para los fieles. Esperamos el juicio definitivo de Dios sobre la historia y esperamos el triunfo del bien sobre el mal, del amor sobre el odio, de la verdad sobre la mentira y de la vida resucitada sobre la muerte. Esperamos al fin el encuentro en Dios con todos los que amamos en este mundo. San Juan XXIII dijo: “No nos atemoriza el porvenir. Todos los tiempos están en las manos del creador del cielo y de la tierra. Las almas que el Hijo de Dios ha redimido con su sangre están destinadas a la salvación, a la paz, a la gloria eterna” (17-10-1962).

Así es, hermanos, gozosos debemos preparar nuestras vidas para Dios. Adviento significa que debo barrer el corazón de todo temor, desempolvar la esperanza y el amor para que el Hijo de Dios nazca en nuestro interior. Porque no existe mejor pesebre para Jesús que el de un corazón transformado y alegre, un corazón encendido en la fe, dispuesto a amar a Dios y a los hermanos, un corazón que lleva encendida la pequeña llama de la esperanza.

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