LOS PELIGROS DE LLAMARSE LEÓN – Crónicas de Gardeazábal

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Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal

A raíz de la elección del nuevo Papa, se han podido construir toda clase de interpretaciones: acertadas muchas de ellas, exageradas otras, aunque han comenzado a aparecer en YouTube los primeros asomos de las pataletas de los derrotados por su designación. Tantas, que puede uno creer que, por haber madrugado a ponerle puyas, es el fantasma del cisma el que sigue latente.

Por su parte, muchos eruditos en la historia del papado han ajustado sus conocimientos y maneras de pensar para dizque entender las razones que pudo haber tenido el cardenal Prevost para haber escogido como nombre oficial el de León XIV. Nadie, empero, ni aquí ni acullá, ha tropezado con la verdad histórica de puño que puede poner a más de un católico a rezar fervientemente por lo que se vendría.

Resulta que, en tres oportunidades de la historia, han sido papas llamados León los actores, cuando no los testigos, de episodios fundamentales de la evolución del mundo. Cuando era Papa León IX, en 1054, la Iglesia Oriental se separó de la Iglesia de Roma en un cisma que aún subsiste. En 1517, cuando Lutero pegó su protesta en las puertas de la catedral alemana y dividió de un tajo a la Iglesia entre católicos y protestantes, el Papa causante del cisma era León X. Como si fuera poco, cuando entre 1823 y 1829 América Latina —el más vasto territorio donde España y la Iglesia cogobernaban— se independizó del régimen de Madrid, el Papa que presenció tamaña circunstancia fue León XII.

Que el Papa Prevost sea mirado con recelo por los blancos americanos, por sus ya detallados orígenes mulatos —de su segundo apellido Martínez, en la isla Dominicana y en la barriada negra de Nueva Orleans—, podría acicalar la ola contra su papado mucho antes de que verdaderamente actúe y deje la cautela simbólica con que lo está haciendo por estos días.

La verdad es solo una: se llama León, igual que los papas que presidieron los grandes cismas de la historia eclesiástica.

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